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Accademia del Piacere | Crítica

Arcos y brazos que rasgan el aire

Patricia Guerrero y Accademia del Piacere en el Espacio Turina.

Patricia Guerrero y Accademia del Piacere en el Espacio Turina. / P.J.V.

Hay una línea clara que divide la música renacentista de la barroca. Clara, pero no cortante. Los músicos no se acostaron un día renacentistas y al siguiente amanecieron barrocos. La polifonía se fue diluyendo y en su lugar aparecieron formas monódicas y un nuevo tipo de armonía, pero hay continuidades, y el aporte del Renacimiento al mundo del primer Barroco fue algo más que notorio. Las arias nacieron en realidad en el siglo XVI y no eran otra cosa que esquemas armónicos y rítmicos aptos para la improvisación, lo que los músicos no dejaron de hacer durante todo el XVII, por mucho que fueran mutando las bases del estilo.

En eso se fundamenta este programa de la Accademia del Piacere, que desde que fue llevado al disco hace ya siete años, no ha dejado ni de presentarse con éxito por medio mundo ni de ir creciendo y transformándose, aunque siempre desde una misma perspectiva, la de la continuidad (y, por supuesto, la variedad) del ejercicio de la variación y de la glosa a lo largo de dos siglos, partiendo de modelos de la música española. En la mañana del sábado, esta idea, en origen puramente instrumental, se enriqueció con el baile de la granadina Patricia Guerrero, que me abstendré obviamente de juzgar, pero cuya reinterpretación de las danzas antiguas desde la óptica del flamenco adquiere en sus movimientos enérgicos y precisos una fuerza auténticamente explosiva, diríase ancestral, atávica.

Una vez más, Accademia del Piacere ofreció un ejercicio tan personal como fiel a lo que las fuentes nos han transmitido de las prácticas de época. Fuera a través de pequeñas cédulas improvisadas o, de forma mucho más habitual, a partir de glosas previamente escritas, los modelos de origen (La Spagna, pavana, romanesca, fandango, jácaras, folías, pasacalles, marionas, canarios) preservaron la pátina del tiempo (no sólo la que queda de su nacimiento, sino la que han ido acumulando con el paso de los siglos), pero se expresaron con la convicción de lo propio, de lo que ha crecido en el interior del músico para hacerlo suyo.

El espectáculo se dividió en tres secciones. La primera, puramente instrumental, sirvió para constatar el nivel de excelencia del trío de violas, por afinación, empaste, calidez sonora y articulación. El clave de Javier Núñez se ajusta a la perfección a las necesidades armónicas del conjunto, aportando además su impronta tímbrica. Aunque a veces puedan parecer excesivas, las percusiones de Agustín Diassera (panderos, panderetas, darbukas) dan color y acentúan el ritmo. Esa primera sección termina en punta con unas variaciones espectaculares sobre la romanesca, que empiezan improvisadas (Núñez, Rami Alqhai, Rose) y terminan en una glosa en la que Fahmi Alqhai muestra un virtuosismo deslumbrante y absorbente.

La segunda sección arranca ya con Patricia Guerrero en escena, bailando con un traje negro el fandango de Santiago de Murcia. Es interesante el contraste que se plantea luego con la glosa sobre el Mille Regretz y el tiento de Cabezón, que sirve para ofrecer, desde la delicadeza del fraseo, el perfil más polifónico del grupo, lo que a su vez enlaza con la versión que en la primera parte habían dejado de piezas como Di, perra mora (de La Colombina, un cancionero que el conjunto explorará en profundidad en breve) o el madrigal O felice occhi miei, enérgica en el primer caso, mucho más sutil en el segundo, con las violas convertidas en guitarra en algunas secciones.

La vuelta de la bailaora a escena (dos nuevos trajes de colores claros, estampado el segundo, mantón) marcó la sección final, con las danzas barrocas (jácaras, folías, pasacalles, marionas y canarios) que tanto ha trabajado Accademia en los últimos años en su vinculación con América, África y el mundo del flamenco. No faltan matices elegantes y tiernos en el despliegue de esta música, pero es el momento de la exaltación de la danza, de la vitalidad y la efervescencia, del embrujo que provocan las progresiones armónicas y dinámicas de un conjunto enfervorizado y los brazos enardecidos de una mujer rasgando el aire.

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