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Diez años de andadura

El poder de la palabra

  • La Casa de los Poetas y las Letras cierra una década brillante (2012-2021) en la que su director, el poeta José Daniel M. Serrallé, ha combinado la mesura, la ecuanimidad y el buen criterio

José Daniel M. Serrallé (Sevilla, 1959) en la sede de la Casa de los Poetas y las Letras.

José Daniel M. Serrallé (Sevilla, 1959) en la sede de la Casa de los Poetas y las Letras. / Belén Vargas

Veníamos de la era de los fastos y los fuegos artificiales y en apenas unos años, los de aquella crisis brutal que dejó las arcas vacías, pasamos a la de los famosos recortes, los presupuestos menguantes y los gastos reducidos a lo mínimo. En ese contexto lamentable, hace ahora una década, inició su andadura la Casa de los Poetas y las Letras, de la mano de un funcionario del Ayuntamiento con un vasto historial de servicios entre los que se contaban la organización de encuentros tan recordados como el que celebró en los noventa los Treinta años de Poesía Española o la dirección de la estupenda revista El siglo que viene, sumados a decenas de iniciativas en las concejalías de Educación o Cultura. El poeta José Daniel M. Serrallé, también editor en dos sellos exquisitos y de fausto recuerdo, El Mágico Íntimo y Metropolisiana, había empezado a trabajar desde muy joven para el consistorio, que en aquellas horas bajas renunció a los fichajes estelares y tiró de plantilla. A la vista de los resultados, sólo cabe felicitarse por una decisión que ha enriquecido la vida cultural de estos años con una oferta amplia y sostenida, de calidad contrastada y considerable proyección fuera de la ciudad.

Amparada por una dotación modesta, la institución ha tenido un rendimiento inmejorable

Primero bajo el mandato de la delegada popular María del Mar Sánchez Estrella y después del actual alcalde socialista, Antonio Muñoz, que tuvo el acierto de mantener a Serrallé en su puesto cuando se produjo el cambio de gobierno, la Casa de los Poetas y las Letras se ha convertido además en un ejemplo de buena gestión, demostrando que al contrario de lo que piensan los políticos megalómanos y sus asesores o turiferarios –que no se olvide la lección en la nueva etapa– no es necesario tirar la casa por la ventana para hacer cosas que de verdad merezcan la pena. En su momento, José Daniel sólo pidió y obtuvo garantías de autonomía, para llevar a cabo un proyecto amparado por una dotación modesta que ha tenido, gracias a su buen criterio y su amplitud de miras, un rendimiento inmejorable. Autores clásicos y modernos, jóvenes y consagrados, locales y nacionales, se han alternado en las sucesivas temporadas, un legado que no dudaríamos en calificar de modélico. La memoria elaborada para la ocasión, donde se relacionan centenares de convocatorias, da fe de la variedad de una programación absolutamente plural, marcada por la confianza en el poder de la palabra –a secas, pues de poesía y de letras se trata– y la ausencia de sectarismo. Vemos el sello de su artífice en muchas acuñaciones felices. Y lo vemos también, si lo recordamos en acción, en su activismo despreocupado y entusiasta, caracterizado por la nula voluntad de medro.

José Daniel M. Serrallé se puso desde el principio al servicio de la Casa, no a la inversa

No ha sido Serrallé el clásico gestor empoderado que se sienta en la mesa o la primera fila y escucha con arrobo a los conferenciantes, después de lucirse en largos preliminares. Bien al contrario, ha rehuido, como suele, cualquier forma de protagonismo. Pronunciaba, si acaso, unas pocas palabras de bienvenida y lo hacía de pie, antes de salir discretamente al pasillo desde donde seguía a ratos las intervenciones, meditaba sobre lo breve que es la vida, fumaba en compañía de algún oyente rezagado o exhausto e irrumpía para llamar al orden –implacable medidor de tiempos– si la cosa se alargaba más allá de lo razonable. Ajeno por temperamento a las tristes escaramuzas del escalafón –"hacer carrera, hacer la carrera", sentenció el sabio y discreto Carlos Pujol–, José Daniel se puso desde el principio al servicio de la institución, no a la inversa, sin dejar de ser lo que siempre ha sido: un caballero elegante, alegre y hedonista, alérgico a los fatuos engolados y a los bobos solemnes –tan representados en el mundo de la cultura, pródigo en sermoneadores y perdonavidas– pero invariablemente atento con sus invitados, para los que se ha comportado como el más generoso y hospitalario anfitrión de la ciudad. No disponiendo de partida para agasajos, cuántas veces no habrá pagado de su bolsillo el refrigerio posterior a los actos, acompañado al hotel a los huéspedes más veteranos o enseñado a los incombustibles de cualquier edad los secretos de la Sevilla noctámbula.

La vida de la ciudad le debe mucho a este hombre que ejerce el magisterio sin quererlo

Figuras tan luminosas e inclasificables como la de nuestro poeta –excelente poeta, de obra no abundante pero sin duda memorable– demuestran que la tópica y perezosa división de la ciudadanía hispalense entre los sevillanos tradicionales y los heterodoxos sólo tiene sentido para quienes se sienten cómodos con las etiquetas. Ahora que le ha llegado la hora del retiro, del que esperamos como mínimo el nuevo poemario en el que viene no trabajando desde hace años, y no tendrá en principio otras responsabilidades que las derivadas de la presidencia perpetua de la Real Academia de Malas Letras y Peores Costumbres, escoltado por sus leales, es el momento de la gratitud y el merecido homenaje. No ya la cultura, sino la vida de la ciudad le debe mucho a este hombre de una pieza que con sus maneras impecables y sus hechuras de galán otoñal ha ejercido el magisterio sin quererlo, en la alta línea que distingue a quienes no se mueven por ambición ni por vanidad. Es decir, a los verdaderamente grandes.

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