Contrastes y réplicas

Rafael Ortiz brinda con 'Miradas subjetivas' el diálogo entre obras de Chema Cobo y Carlos Alcolea, Picasso y Nacho Criado o Carmen Laffón y Verbruggen el joven, entre otros artistas

Contrastes y réplicas
J. Bosco Díaz-Urmeneta Sevilla

06 de octubre 2014 - 05:00

Miradas subjetivas. Galería Rafael Ortiz (Mármoles, 12), Sevilla. Hasta el 31 de octubre.

Si alguien anunciara hoy que había descubierto la Teoría de la Relatividad, lo tendríamos por un demente, pero a nadie se le ocurre acusar de plagio a Brahms por haber escrito las Variaciones de San Antonio, valiéndose de un tema de Haydn (en realidad el autor fue Pleyel), ni a Goya, que sigue las huellas de Las Meninas en La Familia de Carlos IV, y tampoco a Billy Wilder que en Primera plana se apoya en Luna nueva de Howard Hawks.

Tal diferencia tiene su explicación. La ciencia procede a través de leyes y conceptos exactos y precisos, de manera que al afirmar una verdad niega todas las que se le oponen, las excluye y descarta. La imaginación del científico -tan dotada como la del artista- va de este modo determinando y precisando su idea inicial, como el médico, ante ciertos síntomas, recomienda esta o aquella prueba para descartar posibilidades y así concretar el diagnóstico. En el artista, la alianza entre inteligencia e imaginación es diferente: busca la precisión y exactitud (en el acorde o la fuga, la perspectiva o el montaje cinematográfico) pero no rehúye la alusión, no evita la metáfora ni teme forzar el lenguaje si con ello añade fuerza a su obra.

Una consecuencia es que la obra de arte siempre se presta a la interpretación y casi la pide. Tanto por parte de otros artistas como por el espectador como dijo Umberto Eco, hace poco más de medio siglo, en Opera aperta, texto de cabecera de muchos entonces jóvenes autores.

De esa tendencia hacia la interpretación surge también la posibilidad de contrastar entre sí obras de arte, por diferentes que sean. En el verano de 2000, la National Gallery invitó a una veintena de autores a elegir una obra de su colección y hacerla dialogar con una pieza hecha al efecto. En una escala más modesta pero no menos sugerente se mueve la primera parte de esta muestra. Bajo el título genérico La mirada en el espejo se enfrentan dos a dos obras de diversos autores.

El dibujo, pictórico, sensual e imaginativo, de Chema Cobo tiene su réplica, sobre el mismo motivo, una fábrica, en las líneas exactas, quebradas y rítmicas de Carlos Alcolea. Si Cobo dilata el espacio hasta hacer pensar en un paisaje, Alcolea lo cierra subrayando la idea de cerrazón y cerco. El escudo de una etnia guerrera de la isla de Luzón, la cultura Kalinga, se mide con dos grandes cabezas de Luis Gordillo, haciendo pensar en que el sentido del rostro y la identidad no se agotan en el naturalismo. Más duro a primera vista es el contraste entre un delicado grabado de Picasso, Geneviève, y una escultura de Nacho Criado, Toro caballo, pero las dos obras, desde puntos de vista bien diversos, coinciden en una sugerente síntesis de fuerza y exactitud. Más cercanas entre sí son las obras de Elena Asins y el mexicano Jonathan Hernández: en ambas hay un ritmo que algunos llamarían musical y una apuesta por la forma pura, aunque la obra de Asins tiene una fuerte carga emocional, quizá por la manera de concebir el espacio que habla a la vez a la vista y al tacto.

La exposición añade un último contraste entre un bodegón de flores de un pintor flamenco Gaspar Peeter Verbruggen el joven (1664-1730) y un vaso, también con flores, de Carmen Laffón. El aficionado a la pintura disfrutará. A la cuidadosa precisión del pintor de Amberes, su generoso empleo de la pasta y su tenebrismo, opone la obra de Laffón una luz en la que casi se deshacen las flores, de modo que la pintura es antes metáfora que representación y el cuadro queda bañado de una inequívoca sensualidad.

La muestra cuenta con otras dos secciones. Una de ellas, dedicada al Oriente, además de contar con una excelente pieza de la Compañía de Indias y una atractiva colección de objetos de bakelita, permite ver obras de Burguillos y José María Báez, y una acertada fusión de paisajes y ornamentación que Patricio Cabrera ha conformado como caja de luz. La sección se completa con uno de los primeros filmes de animación, Las aventuras del príncipe Achmed (1926), de Lotte Reininger. En la tercera sección merece especial recuerdo otro contraste: el que media entre una fotografía de Ortiz Echagüe y otra de Graciela Iturbide. La cuidada imagen de las dos muchachas montehermoseñas con su complicado sombrero es la otra cara de la mujer entre cantaora y pedigüeña que sorprendió la fotógrafa mexicana en algún lugar de Almería.

La muestra merece una visita reposada, tanto por la calidad de las obras como el potencial de reflexión del que suelen estar dotados las comparaciones y réplicas en arte. Además de enriquecerse mutuamente, las obras así expuestas suelen abrir perspectivas a veces insospechadas.

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