Al otro barrio | Crítica
No soy racista, tengo un amigo negro
Tiempos de arte. Entrega III
Sevilla/Partamos del desconcierto (si no malestar) del espectador ante abstracciones duras como las de Jackson Pollock. En una abstracción geométrica se reconocen las formas y se aprecia el orden. Más difícil es la obra abstracta donde la geometría se deshace en color pero compensa porque cautiva a la sensualidad. La abstracción geométrica y la llamada de campos de color no son tan ajenas a la tradición pictórica: el orden de Mondrian es afín al de La ciudad ideal, que se conserva en Urbino, y los vibrantes rojos de Rothko no están lejos de los de Tiziano en el Retrato del Aretino.
El problema comienza con la desnudez de la pintura abstracta, sea el Mural, encargado por Peggy Guggenheim, y mucho más, las obras que hace Pollock en East Hampton desde 1948. Son obras que se resisten a la mirada y a la palabra. La mirada se extravía, sin hilo de Ariadna en tal laberinto, y la palabra naufraga porque el cuadro reclama, en todo caso, la metáfora. El propio Pollock comparaba sus cuadros con una estampida de animales. Un experto en arte abstracto, David Anfam, observa que esos cuadros podrían verse como réplicas a la naturaleza. Es un camino fértil. Lo seguiré aunque de modo algo distinto al del historiador y crítico de arte británico.
Pollock se forma con Tom Benton (poco más que un costumbrista) pero se relaciona intensamente con los muralistas mexicanos. De ellos aprende el valor del mito. Lo apreciará más cuando su terapeuta, con el que quiere curar su adicción al alcohol, le habla de Jung. Aunque conocía la obra de Picasso, el Guernica pudo sorprenderlo. Expuesto en Nueva York, en 1939, encerraba un nuevo sentido del mural: figuras aisladas entre sí componían una unidad formal y expresiva, sin recurrir a la narración.
Ese afán de unidad anima obras de Pollock, de formato análogo al mural, fechados de 1941 a 1943. Recogen temas mitológicos. En Guardianes del secreto, un tópico que puede hallarse en Egipto o entre los amerindios, hay dos formas verticales, cuerpos, a ambos lados de otra horizontal, una urna. Si el Guernica se fragmenta en figuras, que hacen pensar en el collage, Guardianes del secreto parece surgir de una fuerza que deshace las figuras y deja sus marcas en el lienzo como pintura. Este efecto se acusa aún más en La loba: sin casi figuras que organicen el cuadro, el mito fundacional de Roma es un cúmulo de materias (óleo, aguada, escayola), trazos y ritmos que logran dar unidad a un lienzo que James J. Sweeney (aconsejado por Mondrian) se apresuró a comprar para el MoMA.
Más radical aún es el Mural de Peggy Guggenheim. Sin apoyo figurativo ni geométrico, al espectador no le queda sino recorrer el cuadro, pasearlo, no para probar conexiones entre figuras (como haría en el Guernica) sino para sintonizar con los ritmos y cadencias de los trazos y colores que paso a paso van modelando la obra.
Este modo de acercarse a la pintura es aún más necesario en los cuadros de Pollock en East Hampton. El Mural guarda ecos del caballete: el pintor está en pie ante el lienzo apoyado en el muro. En el granero de East Hampton, lienzo o tablero están en el suelo y Pollock se mueve alrededor empeñado en darles forma y unidad en un sostenido toma y daca con la pintura. Es, primero, pintura de acción: el autor se concentra en un intercambio entre gesto y materia, exclusivo de cada obra. No cabe exportarlo. No es una técnica sino una actitud.
Esa manera de pintar, en segundo lugar, persigue también la unidad del cuadro, pero renuncia a ciertas claves de la tradición: no hay arriba y abajo (el cuadro en el suelo, el pintor lo rodea) y tampoco distinción entre fondo y figura, porque la materia se deposita por igual. El cuadro rodeará después al espectador que, sin la orientación de las antiguas pautas, sólo puede verlo como energía.
De ahí la opinión de David Anfam: relaciona los cuadros de Pollock con una naturaleza que no es la mediterránea (próxima y amable) ni la nórdica (proclive a la idealización gótica o romántica), sino la recia naturaleza americana. La sugerencia es fecunda. Pero quizá haya una explicación más sencilla. El primer contacto con la naturaleza (sea cual sea) es siempre desconcertante. Un entorno natural, antes de dejarse organizar por la mirada, aloja al cuerpo, lo acoge, pero también lo incomoda.
Un paraje es, de entrada, un cúmulo de sensaciones heterogéneas, escalas inusuales, perspectivas contradictorias. Si descartamos algún rasgo, las cosas serán más manejables pero también más pobres. La naturaleza exige anclar en la complejidad por desasosegante que sea. ¿No será ese anclaje en la complejidad el que recuerda (y promueve) la obra de Pollock? ¿No abre un tiempo en el que el cuerpo inteligente siente y sabe, pero carece aún de orden y de palabra? No pretendo que la obra de Pollock sea una paisajística pero sí que despierta ese punto cero en que la naturaleza es energía antes que objeto.
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