Cultura

Van Gogh, un viajero en Londres

  • Mucho menos conocida que sus estancias en Arlés y París, la huella del pintor holandés en la capital británica está presente en los barrios donde vivió y en los museos que admiraba

Ahora crecen hortensias, un tanto descoloridas a causa de la terca lluvia de este agosto londinense. Pero no sabemos qué plantas florecían en 1873 ante el número 87 de Hackford Road, donde el joven Van Gogh vivió dos años esenciales en su educación estética. Una placa azul recuerda su estancia en esta calle elegante y modesta del barrio de Stockwell -entonces una zona poco urbanizada-, a medio camino del étnico Brixton y el moderno Vauxhall, donde ha abierto su galería Damien Hirst y los rascacielos crecen conspicuamente.

Vincent Van Gogh (1853-1890) llegó a Londres con 20 años, en mayo de 1873, para trabajar como vendedor en la galería de arte que el marchante Goupil de La Haya tenía en la calle Southampton de Covent Garden. Todavía no había decidido ser pintor y sus pasos son los de un lector voraz y aficionado a la escritura que comparte en el epistolario con su hermano Theo sus impresiones de la capital británica. Camina y camina. A diario, para acudir a su puesto, cruza el puente de Westminster (escenario de recientes atentados yihadistas y salpicado de bolardos) en un trayecto de dos horas, sumadas ida y vuelta. Excepcionalmente hace apuntes y bocetos de algunos edificios.

El futuro pintor trabajó durante un año como marchante de arte en Covent Garden

Al principio a Vincent apenas le interesa el arte inglés y en sus visitas a la Royal Academy admira las obras de Rembrandt, su pintor favorito, de Rubens, Van Ruisdael, Tintoretto y Van Dyck. Pero no tardará en descubrir a Constable, cuyos cuadros debió ver en la National Gallery. Constable, que en plena Revolución Industrial inglesa invoca el paisaje rural de su infancia en Suffolk, le acercará una manera de abordar el heno y los campos de maíz que tendrá un tremendo impacto en su posterior pintura.

En la lectura apasionada de Dickens, otro célebre paseante, encuentra un gusto común por los personajes humildes y populares que lidian con la aflicción en sus casas desoladas. Las novelas de George Eliot y los versos de Keats ensanchan su visión romántica y prenden una llama en su carácter reservado: se va a enamorar de Eugenie, la hija de su casera Úrsula Loyer.

Van Gogh ocupó una habitación pequeña, posiblemente en la planta superior que da a la fachada del número 87 de Hackford Road, tras una primera parada en una residencia más cara de las afueras. Cuando sale de la casa, camino de Covent Garden, nunca olvida su sombrero. "Es imposible recorrer Londres sin llevar uno", le contaría a Theo. También le habla de su pasión andariega: "Aquí camino tanto como puedo. Es algo absolutamente maravilloso".

Los paseos del futuro pintor de los girasoles le llevan principalmente al embarcadero de Victoria y Hyde Park, a la Summer Exhibition de la Royal Academy, a la Dulwich Picture Gallery y a Hampton Court Palace, donde admira El triunfo de César de Mantegna.

Pero a Van Gogh le asombra, sobremanera, la naturaleza: los pájaros, las distintas especies arbóreas, las exuberantes flores que evocan su natal Holanda. En sus cartas elogia esa vegetación, como recuerda ahora al visitante el Paseo Van Gogh, un pequeño vergel construido a instancia de un grupo de entusiastas vecinos que incluye un memorial donde están escritas sobre piedra sus valoraciones de la ciudad: "Hay lilas y espinos, y codesos floreciendo en todos los jardines, y los castaños son magníficos. Si uno ama la naturaleza, en Londres encuentra belleza por todas partes".

En 2012, ese edificio georgiano que un día fue su morada se puso a la venta y fue adquirido por un violinista y aficionado chino al arte que pagó en subasta medio millón de libras. Una cantidad excesiva para un inmueble en ruinas "pero irrisoria comparada con el precio de un cuadro de Van Gogh", según aseguró el nuevo propietario.

Van Gogh se enamoró por vez primera entre esos muros. El impacto de ese amor no correspondido forma parte de la leyenda. Mientras compartían techo, la robusta Eugenie se había comprometido clandestinamente con otro huésped, Samuel Plowman. O al menos esa fue la excusa que dio a Vincent para rechazarlo.

Las razones por las que concluyó el inquilinato son oscuras pero, al año de vivir con las Loyer, Van Gogh se marchó. Según ha narrado el historiador Martin Bailey en su biografía El Joven Vincent, parece que la deriva laica de la capital también desagradó a quien intentará luego hacerse predicador siguiendo los pasos de su padre.

Lo cierto es que en agosto de 1874 se muda junto a su hermana Anna a otra pensión del barrio de Kennington. A los dos meses Van Gogh es destinado a París aunque regresará al año siguiente para abrir la nueva sede de Goupil tras hacerse ésta con los rivales Holloway e Hijos. Al ser despedido de la firma por su celo religioso y su mal carácter, Van Gogh pasará aún otra breve temporada cerca de Londres entre abril y diciembre de 1876, primero en Ramsgate y luego en Isleworth, como asistente en una escuela. Por fortuna para la historia del arte no encontró en la enseñanza su vocación: aprovechando las vacaciones de Navidad, viajó a Holanda para visitar a sus padres y nunca más regresó.

En 2014, la artista holandesa Saskia Olde Wolbers realizó una intervención artística en la casa de Hackford Road que relacionaba la historia sonora de la vivienda con la memoria de su inquilino más célebre. "Ahora tengo una habitación como la que siempre deseé, sin un techo inclinado y sin papeles azules con ribetes verdes en las paredes", elogió Van Gogh en otra de sus cartas. En esas arrobadas misivas llega a decir que sabe cómo se ve el puente de Westminster bajo la nieve, en la niebla, en el rocío de la mañana y a la puesta de sol.

Si el amor consiste en mirar y llegar a reconocer los pliegues y contornos del motivo deseado, sin duda Londres sí correspondió al joven Van Gogh y le ofreció un horizonte donde pudo desarrollar su habilidad visual y compositiva, su genio febril y extático. Trabajando ya en París, en julio de 1875, llegó a sus manos un dibujo de Giuseppe de Nittis de la abadía y el puente de Westminster. La impresión fue tan fuerte que le escribió a Theo "cuánto añoraba Londres, tanto como antes echara de menos Holanda".

Más de siglo y medio después, los lugares que amó le recuerdan con orgullo: en el Paseo Van Gogh junto a Brixton Road, y en las pinacotecas que guardan con celo sus obras. En la Courtauld Gallery cuelga la mejor de las dos versiones que pintó en Arlés del Autorretrato con la oreja vendada. Allí se representó, autolesionado tras su célebre discusión con Gauguin, como un artista taciturno pero autoconsciente junto a una estampa de Sato Torakiyo que atestigua su devoción por la pintura japonesa y el arte del ukiyo-e de Hokusai.

Pero es la National Gallery, con su espléndido jarrón de quince girasoles, una alucinada pintura donde el predominante amarillo es luz, alegría y resurrección, el principal destino de sus admiradores. El cuadro protagonizó la semana pasada una acción en Facebook que lo hermanó con los otros célebres girasoles que se exhiben en Ámsterdam, Filadelfia, Munich y Tokio mediante la explicación de los directores de las pinacotecas (Gabriele Finaldi por la National Gallery) y una recreación virtual en la que colgaron de una misma sala.

Los girasoles, con las semillas bien visibles, volvían a estar juntos por primera vez desde que Van Gogh comenzara a crear esta serie de jarrones para decorar con ellos el cuarto de invitados que Gauguin ocuparía en Arlés, donde el holandés aspiraba a fundar una colonia artística. También tras su muerte, en la habitación donde se le veló en Auvers, abundaron los ramos de girasoles: su hermano Theo quiso que rodearan su féretro junto con esas obras que nunca vendió. Fue, luctuosamente, la primera gran retrospectiva de su obra.

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