Un cosmos de papel para detener el tiempo

Rumor de fondo

La presencia de los libros en los clásicos de la literatura es recurrente a menudo para justificación del propio autor, pero, sobre todo, para la creación de personajes excéntricos e inolvidables

De los árboles que pierden sus hojas

'Francesca da Rimini' (1837), obra del pintor escocés William Dyce.
'Francesca da Rimini' (1837), obra del pintor escocés William Dyce.
Pablo Bujalance

29 de agosto 2025 - 06:59

Aunque el libro se consolidó como mecanismo de preservación y divulgación del conocimiento en la antigua Grecia, los autores griegos no eran muy inclinados a incluir en sus textos situaciones ni personajes en los que la lectura fuese una cuestión importante. Aristóteles define la poética como “imitación” y establece cuatro modalidades: la epopeya, la poesía trágica, la comedia y la poesía ditirámbica (a las que añade otras variantes como la poesía aulética y la citarística), bajo la premisa de que la función del poeta “no es narrar lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, y lo posible, conforme a lo verosímil y necesario”). En esta manifestación de la verosimilitud, sin embargo, el libro como objeto goza todavía de una presencia, cuanto menos, reservada: hay que esperar a Roma para encontrar referencias ahora sí abundantes a los libros entre los clásicos. En su relato El pescador, Luciano de Samosata se refiere así a los filósofos: “¿No ves que todos estos hombres viven de las letras, se alimentan de los libros y pasan sus días en la compañía de las Musas?” Y en su obra autobiográfica El sueño, rememora así cómo prendió su pasión por los libros: “Cuando aún era joven y dudaba de qué camino tomar en la vida, se me apareció la figura de la Educación; llevaba en las manos libros y tablillas, y me ofrecía una vida rodeada de letras y estudio”. A menudo, eso sí, la referencia a los libros tenía en Roma una intención próxima a la parodia, para ridiculizar a quienes se las daban de intelectuales. En las comedias de Plauto, por ejemplo, los pedantes aparecían siempre en escena con libros en las manos. Y en su Satiricón, Petronio satiriza así a Trimalción en pleno banquete: “Golpeando la mesa, mandó traer libros de cuentas y comenzó a recitarnos sus lecturas como si fuesen poemas”.

Cicerón da buena cuenta en sus cartas de sus adquisiciones, mientras Séneca prefiere centrarse en pocos autores y muy escogidos

A menudo gustan los autores latinos de hacer referencia a sus propios libros, incluso a los que acaban de poner en manos de los lectores. En el prólogo de sus Noches áticas, escribe Aulio Gelio: “Recogí en este libro todo aquello que había oído de los sabios, leído en los libros o aprendido en las noches de invierno, cuando, lejos del ruido, me entregaba al estudio”. Aunque la autorreferencia más genial corresponde a Ovidio, quien concluye así sus Metamorfosis: “Y ya he dado término a una obra que ni la ira de Júpiter, ni el fuego, ni el hierro, ni el tiempo devorador podrán destruir. Ese día que, sin embargo, no tiene poder más que sobre mi cuerpo, pondrá fin cuando quiera al incierto espacio de mi existencia; pero yo volaré, eterno, por encima de las altas estrellas con la parte mejor de mí, y mi nombre persistirá imborrable”. Cicerón se representa a sí mismo constantemente como un apasionado de los libros, y en sus epístolas da buena cuenta a Ático de sus adquisiciones (un modelo que seguirá Petrarca en sus cartas renacentistas). En sus epístolas a Lucilio, por el contrario, Séneca se muestra más inclinado a centrarse en un puñado de libros bien elegidos: “Hay que dedicarse a unos cuantos autores escogidos, nutrirse de su substancia, para que se te grabe en el alma alguna cosa.” Más allá de la influencia de Roma, el Nuevo Testamento es también rico en referencias librescas, desde las mismas epístolas de San Pablo hasta la visión de San Juan en el Apocalipsis: “Vi también en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro, escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos. Y vi a un Ángel poderoso que proclamaba con fuerte voz: ‘¿Quién es digno de abrir el libro y soltar sus sellos?’ Pero nadie era capaz, ni en el cielo ni en la tierra ni bajo tierra, de abrir el libro ni de leerlo”.

En la 'Comedia' de Dante, el poeta anota sus experiencias en su "libro de la memoria", matriz de la futura obra

En su Comedia, Dante introduce numerosas referencias a otros libros a través de distintos personajes. En el Infierno, por ejemplo, Francesca da Rimini evoca sus lecturas de la historia de Lancelot y Ginebra junto a su amante, Paolo Malatesta, en ardientes encuentros: “El libro y su autor fueron para nosotros Ginebra: aquel día no seguimos leyendo”. Al mismo tiempo, el poeta hace referencia constantemente al “libro de la memoria” en el que va fijando todas sus experiencias desde el encuentro con Virgilio, una especie de almacén de recuerdos del que emergerá posteriormente el poema. Más tarde, en Trabajos de amor perdidos, Shakespeare sigue el modelo latino y, con la más pura intención cómica, sitúa al rey de Navarra y a sus tres principales caballeros en una reclusión voluntaria consagrada a la lectura y al estudio, aunque el personaje más libresco del Bardo sigue siendo el Próspero de La tempestad, absorto en la lectura de saberes arcanos hasta su expulsión del ducado: “Enajenado por las ciencias ocultas, me convertí en extranjero”. Sin embargo, no hay clásico más enamorado de los libros que el Quijote de Cervantes, quien “se enfrascó tanto en su lectura, que leyendo se le pasaban las noches en blanco y los días en sombra; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de tal manera, que acabó perdiendo el juicio”. También él es modelo para muchos, todavía.

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