El último verano | Crítica

Deseo contra tabú

Samuel Kircher y Léa Drucker en una imagen del filme de Catherine Breillat.

Samuel Kircher y Léa Drucker en una imagen del filme de Catherine Breillat.

La ventaja de poder rehacer una película floja como Reina de corazones (2020) contando con la confianza de un buen productor (Said Ben Said) y la colaboración del experimentado Pascal Bonitzer en un nuevo guion, es que se pueden corregir las derivas moralistas que empujaban aquel filme danés de May el-Toukhy hacia el abismo biempensante después de haber jugado con fuego con la manguera siempre a mano.

Más aun si se desprende el barniz pseudopublicitario y melodramático del original para seguir abrazando, como siempre en Breillat (A ma soeur!, Anatomía del infierno, Un vieille maitraisse), las formas depuradas y secas, aquí con algunos de los mejores cortes de montaje vistos en bastante tiempo, que rehúyen de todo esteticismo en aras de una narración precisa en su incursión en el deseo femenino maduro (fría y determinada por fuera, abrasada por dentro Léa Drucker) a través de la atracción sexual de una abogada por el hijo adolescente de su marido.

Breillat asume los preámbulos del encuentro desde la observación de la vida burguesa para entrar en materia corporal y lúbrica sin preaviso, prueba de que su mirada no va a ir nunca por el sendero del juicio moral, tampoco por el del panfleto feminista, y sí por ese terreno siempre ambiguo y arriesgado que se parece más a las complejidades de la vida que a los corsés de la ficción sobre determinados asuntos que siguen siendo tabú.

Desatado el deseo sin cinturón de seguridad, incumplidas las promesas, sólo queda ya espacio para subir la apuesta de la crueldad y la confrontación en un duelo adulto que el adolescente se niega a asumir en su desengaño. No en vano, el filme se cierra con un nuevo e inesperado quiebro que abre la puerta a nuevos veranos en el ciclo del desconcierto y el deseo.