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Cultura

Un hombre con una vida

Guitarra: Miguel Vega 'Niño Miguel'. Segunda guitarra: Antonio Vega. Lugar: Teatro Central. Fecha: Martes, 29 de noviembre. Aforo: Lleno.

La pieza que abre la noche es una suerte de suite que nos lleva al pasado reciente. Niño Miguel se instala en la contemporaneidad porque en sus manos, en su mente, las falsetas se suceden sin solución de continuidad, van de un estilo a otro, de la granaína a la soleá, al fandango: fragmentariedad, concisión, minucia, fugacidad. Lo que hacen los más jóvenes bailaores, el reflejo de un tiempo, el nuestro, roto, fragmentado, ilusiorio, fugaz. Me lleva a 2006, cuando el Niño Miguel tocó en nuestra ciudad dos o tres piezas fragmentarias, extrañas, alucinadas, inauditas. No obstante, el hombre que veo en las tablas esta noche es otro: ni rastro de barba, ni de la delgadez, ni de la torpeza, ni de la extrañeza. Por contra, el tocaor parece sentirse cómodo hoy en Sevilla. Por eso el recital se parece más a un concierto al uso. Algo más. Lo mejor del Niño Miguel es su música, aunque en ocasiones tengo la impresión de que huye de ella. Se va al Sitio de Zaragoza, en la versión de Sabicas, o a la zambra en la del Niño Ricardo. Incluso recurre a una versión atropellada y vibrante del adagio del Concierto de Aranjuez. O el Entre dos aguas que cierra la noche. Por momentos tengo la sensación de que el Niño Miguel huye de su música, esa que acumuló en su juventud y que nutre sus manos, su memoria. Una música tan rica, tan intensa, que aún nos alimenta. Porque ahí está, sí, la taranta, la soleá, los fandangos de Huelva. La música se sucede con naturalidad. Todo está ahí, en las manos, en la cabeza, desde hace treinta y tantos años y sin embargo todo parece recién nacido. El haber estado tanto tiempo fuera del circo, fuera de la escena, provoca ciertos desajustes, pero eso no es nada comparado con la cantidad de lugares comunes que nos ahorramos. Por ejemplo, esa calidez, esa delicadeza con la que abandona las piezas, al final de la falseta, sin énfasis, con naturalidad. Me recuerda al baile del tío Toni el Pelao: sin remates, sin excesos.

Lo mejor del Niño Miguel es su música. Pero me importa y me interesa casi en la misma medida la lección de verdad, de naturalidad, de libertad, que ofrece a los jóvenes. Fuera del mercado, de la mercadotecnia. Tocar por el puro placer de producir sonidos. La guitarra sigue siendo una prolongación de su cuerpo. Tocar sin pensar, sin cálculo. Hoy día que los artistas, maldita influencia norteamericana, nos llegan plastificados y uperisados, aquí tienen a un hombre de verdad, un hombre con una guitarra. Un hombre con una vida. Cuando empezaba en este circo del escenario, la vida le dijo que no. Lo apartó. Y ello, que a algunos les pareció una tragedia, le ha proporcionado una libertad que un artista, un hombre, sólo logra tras años de lucha. La suya ha sido una lucha épica y pública. En su guitarra, en sus falsetas, no hay pulcritud pero hay limpieza. Esa es la pureza, naturalmente, aunque se trate del Sitio de Zaragoza. Su guitarra es un cuadro desdibujado, donde los colores y las formas se van diluyendo. Pero de una intensidad del todo ausente en el arte contemporáneo.

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