Juan Manuel de Prada: “Es grotesco que en el arte se piense que sólo la vanguardia merece la pena”
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El narrador publica ‘Cárcel de tinieblas’, la segunda parte de ‘Mil ojos esconde la noche’, su ambiciosa aproximación al París ocupado, un periodo plagado de “monstruos variopintos”.
“Ser gamberro con 25 años es fácil, pero serlo a los 50 es problemático”

Tras el primer tomo, La ciudad sin luz, Juan Manuel de Prada prosigue con el ambicioso proyecto literario de Mil ojos esconde la noche. El segundo volumen, Cárcel de tinieblas, publicado como la anterior entrega por Espasa, muestra al habitualmente taimado Fernando Navales de improviso vacilante y cansado de sus propias maquinaciones: mientras por el París ocupado y fantasmagórico se propaga el mal con mayúsculas, ese pobre diablo se cuestionará si es posible la redención. Casi 30 años después de Las máscaras del héroe, el libro en el que apareció por primera vez Navales, Prada conserva intactos el humor, la erudición y el estilo.
Pregunta.–No es casual que el libro empiece con una conversación entre Fernando Navales y Ana María Sagi en la que el primero se pregunta si puede dejar de ser malo.
Respuesta.–La primera parte terminaba con un diálogo entre Navales y Ana de Pombo, donde Ana de Pombo le exhortaba a abandonar el mal. Y aquí Navales se pregunta si eso es posible. Esa cuestión va a estar presente de un modo u otro toda la segunda parte. Navales tiene mala índole, pero a la vez empieza a albergar el deseo de abandonar su vida antigua. Ese debate encarnizado en su interior va a marcar la novela. ¿Es posible curarse del resentimiento? ¿Es posible cambiar? En su pugna el hombre casi va a enloquecer, perderá la noción de la realidad. No lo va a tener fácil.
P.–Volvemos al París de la ocupación, como se dice en la novela un territorio lleno de “los monstruos más variopintos, los crímenes más vitandos”.
R.–En todas las épocas conflictivas, oscuras, se genera una trastienda, en parte porque la sociedad vive acogotada por el miedo, en parte porque todo está prohibido. Y en esa trastienda suele haber mucha podredumbre [ríe]. Pero tampoco hay que exagerar: quizás eso ocurra siempre, no importa el tiempo que vivamos. El sueño de la razón produce monstruos, nos decía Goya, y tal vez los sueños de bienestar y de progreso también alumbren esas criaturas...
P.–A Navales no le gustan demasiado los franceses...
R.–Navales posee una mirada agria y francófoba, digámoslo así; él a los franceses los aborrece, todo el rato los llama gabachos y cosas parecidas. No sin razones, los desprecia, porque el trato que Francia dispensó a los exiliados españoles fue repugnante, lo que cuenta Carles Fontseré de los campos de concentración franceses es espantoso. Pero Francia es un país que se lo monta muy bien, ha conseguido pasar como la patria de los derechos humanos cuando tiene episodios tan vergonzosos como ese... Un dato alucinante, por ejemplo, es que la policía francesa realizaba informes preventivos, de personas como tú y como yo, que no hicieron nada malo en su vida y eran vigiladas por si acaso. Hay informes que te dejan perplejo si los lees, en los que se cuenta con pelos y señales lo que hacía la gente...
Francia se lo monta muy bien: pasa como la patria de los derechos humanos pero tiene capítulos vergonzosos”
P.–Otros libros y películas se rinden a la épica de la Resistencia francesa, pero no es su caso.
R.–Lo que pasa es que De Gaulle era un genio militar pero también político, y cuando Francia es liberada hereda un país con una división monstruosa, que en su mayoría había sido colaboracionista. Podríamos considerar el fenómeno de la Resistencia algo marginal hasta el año 43 en que Alemania va perdiendo, y ya la gente empieza a sumarse... De Gaulle decide que hay que crear el mito de la Francia resistente y castigar ejemplarmente a unos pocos colaboracionistas muy destacados para que los ciudadanos sepan quiénes eran los malos y se unan al otro bando. Hubo unos valientes que se enfrentaron, pero a medida que la guerra cambiaba de signo también hubo muchos chaqueteros.
P.–Habla de una red de falsificaciones de obras de arte, y construye alrededor de ella escenas muy divertidas...
R.–Pienso que el arte del siglo XXtendría que revisarse un poco, porque en la estética se ha dado por hecho que la vanguardia es aquello que merece la pena ser salvado mientras que la tradición es aquello que merece ser descartado. Esta idea resulta grotesca, y no tiene ni pies ni cabeza. Es como si en literatura dijéramos que no hay nada reseñable en el realismo. Se ha impuesto una mirada en la que todo lo vinculado al clasicismo es malo, y eso ha llevado a una distorsión del canon. Desde el momento en que ocurre esto, desde que las vanguardias no se discuten, florecen los charlatanes y los impostores. Siempre me ha llamado mucho la atención el lenguaje de los críticos de arte. A veces, cuando abro el catálogo de una exposición, no entiendo nada, me topo con una sucesión de paparruchas campanudas, un galimatías. En la novela hago muchas bromas con esto, aunque basándome en la realidad.
P.–La moneda se devaluaba, algunos ricos temían perder la fortuna e invertían en arte, y algunos desalmados ponían en marcha la maquinaria...
R.–Sí, Ruano entre ellos, lo contaba en sus memorias. Pero muchos pintores españoles se dedicaron a la falsificación, y alguno de ellos era un verdadero maestro en el tema, sobre todo Óscar Domínguez. En el Kunsthalle de Hamburgo compraron una obra creyendo que era de Chirico, pero descubrieron que la había pintado él... Picasso sabía que Óscar Domínguez falsificaba sus obras, y juego con eso en la novela.
Nuestra época venera el mal. A muchos lectores les gustó la primera parte porque el personaje era malvado”
P.–Uno de los personajes defiende que en la literatura es más importante la potencia que la coherencia... ¿Está de acuerdo?
R.–Hay un debate a partir de un libro de Lucien Rebatet, Los escombros, que fue el gran best-seller de la ocupación. Navales es un estilista, y considera que el arte no tiene por qué ser moral, que lo importante es que el escritor sea brillante y se exprese de forma rotunda. Yo no estoy de acuerdo con eso, un escritor debe tener una coherencia. Sin dar la espalda a la complejidad, porque los seres humanos no estamos hechos de una pieza. Hay cosas que se pueden percibir como contradicciones, como incoherencias, pero que en realidad son producto de esa complejidad del alma humana.
P.–El resentimiento tiene mucho peso en la trama, y en algún pasaje se lee que “las pasiones más innobles pueden afilar la inteligencia”.
R.–Esto tampoco lo compartiría [ríe]. Creo que en el mal siempre hay algo ridículo, aunque nuestra época siente veneración por él. Lo ves en las series de televisión que le gustan tanto a la gente, donde hay personajes ciertamente malignos. Yo, de hecho, me di cuenta de que a muchos lectores les gustó la primera parte de esta novela porque Navales era malo. Paul Valéry decía que con buenos sentimientos solo se hace mala literatura, pero a mí me parece eso radicalmente falso. Las triquiñuelas, las trapacerías de Navales son graciosas, pero en sus maquinaciones siempre hay algo ridículo. Él descubre que hay un mal superior al suyo, cuando ve las deportaciones de judíos, por ejemplo, y algo empieza a cambiar en él, algo se le remueve dentro.
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