Para leer a Buzz Lightyear

Alfama editorial publica un estudio de Marcela Croce sobre el trasfondo ideológico del cine infantil de Hollywood

Buzz Lightyear, personaje animado de 'Toy Story' y con franquicia propia.
Manuel J. Lombardo

25 de noviembre 2008 - 05:00

En aquel seminal Para leer al Pato Donald (1972), Dorfman y Mattelart nos advertían, desde el rincón académico de la crítica cultural de raíz marxista, de la potente carga racista (e imperialista) inherente a los dibujos animados de Disney: sus "inocentes" películas infantiles -argumentaban- no sólo saqueaban todo el folclore, los cuentos de hadas y la literatura de los siglos XIX y XX, sino que hacían lo propio con la geografía mundial reduciendo al otro a una mera caricatura exótica.

Si la animación contemporánea se ha transfigurado hacia el virtuosismo tecnológico y las narrativas autoconscientes destinadas a integrar también al público adulto y agasajar su nostalgia de la infancia, desde el interior de sus discursos se siguen proyectando mensajes e imágenes que, según la profesora argentina Marcela Croce, consolidan y prolongan los intereses de la "política exterior norteamericana" a través de numerosos estereotipos: "El objetivo de la meca del cine es convertir tales imaginerías en fantasías colectivas, uniformes, reguladas". Así, si en Aladdin aparece representado un mundo árabe saturado de rasgos negativos (el clima, la geografía desierta, el árabe estafador o el sultán tonto), Mulan o la más reciente Kung Fu Panda borran de China todo contexto relacionado con el comunismo o su actual deriva capitalista para potenciar su imagen más exótica o legendaria acudiendo a los géneros populares como único marco de referencias.

Bajo esta premisa de permanente sospecha, la autora sigue la pista de los mensajes e ideario que se esconden tras Toy Story, Bichos, Monsters, Robots, Shrek, Buscando a Nemo, Tarzán, Dinosaurio, Madagascar, Cars o Bee Movie, para concluir que el verdadero plan de propaganda que emerge de todos estos títulos no es otro que "garantizar mediante los recursos abusivos de la superestructura la estabilidad de un orden estructural" y perpetuar las dinámicas del consumo en cadena de productos (juguetes, libros, DVD, refrescos, hamburguesas o viajes a Disneyland) derivados de la película-reclamo.

Si se puede vislumbrar cierto espíritu adoctrinante y simplificador en el cine infantil de Hollywood, ahora y siempre, no podemos ya, sin embargo, asumir en su totalidad un discurso crítico demasiado estrecho y empeñado en trasladar el orden político al proyecto ideológico que subyace bajo las producciones destinadas al público infantil. Y es que la metodología deductiva de este tipo de estudios de crítica cultural suele hacer un excesivo y tendencioso hincapié en el análisis de los contenidos pero se olvida de la propia materia cinematográfica que los moldea, despachándola con una somera descripción del "enorme atractivo visual" que la hace tan irresistible a los niños. Qué hacer, por tanto, con las formas, cómo gestionar el análisis de las nuevas estructuras narrativas, cada vez más reflexivas, metalingüísticas y paródicas, qué decir de las cualidades plásticas de las imágenes y de la creación de mundos imaginarios a partir de las nuevas texturas y posibilidades de la imagen digital... Eso daría para otro libro.

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