Calor sofocante y canciones eternas en el regreso de Maná a nuestra ciudad, dentro del Icónica Santalucía Sevilla Fest
ICÓNICA SANTALUCÍA SEVILLA FEST
Dieciocho años después, los mexicanos volvieron a Sevilla para reencontrarse con 17.000 fieles bajo un calor opresivo. Airbag, Duncan Dhu y un sol que parecía parte del cartel completaron una jornada donde la nostalgia, la épica y las gotas de sudor marcaron el ritmo
La Raíz, Reincidentes y O'funk'illo convierten Icónica en trinchera musical. Sevilla tiembla de emoción y rabia

El rock latino tiene algo de ese amigo que nunca falla, que llega tarde, a veces algo gastado por los años, pero con una fidelidad que desarma. Y así apareció Maná anoche, volviendo a Sevilla dieciocho años después, y 17.000 personas llenaron la superficie semi elíptica de la Plaza de España para entonar junto a ellos los cantos del amor dolido, del desengaño tropical, del compromiso ecológico y de la adolescencia perpetua. Gente de todas las edades, desde los que descubrieron a la banda en casetes desgastados hasta los que los encontraron por accidente en Spotify, se dieron cita con una mezcla de devoción y entusiasmo que pocas bandas suscitan ya sin caer en la caricatura.
Gente que padeció el calor, aunque nos auxilió una pequeña brisita. El viernes, como ayer, fueron tres las bandas que pasaron por el escenario, pero lo hicieron con un horario mucho más sensato. Ayer no. Ayer se rozó el delirio térmico. Cuando Airbag comenzó su descarga de punk-pop a las ocho de la tarde, el sol aún caía a plomo sobre los cuerpos y el mercurio seguía en cifras de ciencia ficción. Los músicos sudaban como si acabaran de cruzar el Sáhara, y frente al escenario, apenas una porción del público previsto se atrevía a desafiar el sol sin más protección que las gafas oscuras y una birra medio caliente.
La explicación hay que buscarla en la trastienda. Cuando el concierto lo organiza en solitario la promotora sevillana Green Cow, bien saben lo que es junio en esta ciudad; saben que a ciertas horas solo caminan los valientes o los despistados. Pero si la cita es una coproducción y los horarios los impone la parte foránea, todo se complica. A los locales no les quedó otra que pedir mesura, sensatez… o milagros. Lo intentaron, por lo visto, hasta la extenuación. Lo único que se logró fue un gesto mínimo como el de retrasar media hora el arranque. Y eso que el plan inicial tenía tintes de disparate: Airbag a las 19:30, Duncan Dhu a las 20:40 y Maná a las 22:00, en plena cresta del bochorno, con los termómetros haciendo señales de socorro. Hay que tener valor o estar un poco mal de la cabeza para pensar que eso podía salir bien. Pero lo superamos.

El Icónica Santalucía Sevilla Fest había preparado el escenario, pero era evidente que esta noche pertenecía a unos mexicanos que llevan más de tres décadas escribiendo la banda sonora de varias generaciones. El arranque de Maná fue contenido, con una guitarra que hendió el aire como cuchillo en una hogaza, preámbulo del estallido de Hechicera. Fher Olvera apareció bajo los focos y el rugido del público hizo temblar los azulejos del entorno. A sus lados y por detrás, los músicos que llevan esos treinta y pico de años con él: Sergio Vallín a la guitarra, Juan Calleros al bajo y Alex González a la batería, que son los que forman el núcleo duro de la banda; y más atrás Héctor Quintana a la percusión y los coros, Fernando Psycho Vallín a la segunda guitarra y un sevillano de la Macarena que lleva muchísimos años afincado en México y formando parte del grupo desde 1994, el teclista Juan Carlos Toribio, que después de estudiar en el Conservatorio de nuestra ciudad y pasar algunos años aquí con una banda de jazz o formando parte del grupo Chicle, caramelo y pipa, germen de los míticos Goma, comenzó a acompañar a Raphael y se hizo internacional, ejerciendo de director musical y arreglista para grandes figuras de la canción latina como Luis Miguel y Ricky Martín.
El concierto se desplegó como una coreografía medida entre la nostalgia y el vértigo. De pies a cabeza sonó con la fuerza de lo inevitable; igual que Corazón espinado, con el solo de Sergio imitando casi a Santana, mientras los móviles encendidos formaban constelaciones sobre los rostros emocionados. Manda una señal fue un disparo directo y vibrante, mientras que Mariposa traicionera fue un grito envuelto en terciopelo; y así hasta Labios compartidos, que fue balada de instituto para enamorados en ebullición y ahora sonó como una canción de cuna para padres nostálgicos. El repertorio, previsible en el mejor de los sentidos, se paseó por Vivir sin aire, que sonó mejor que en cualquiera de sus versiones grabadas; Te lloré un río, que brotó con la intensidad de una vieja herida que sigue ardiendo, una confesión hecha torrente que nos hizo Fher al decir que la compuso tras el desengaño de una chica que lo dejó por otro tipo con más pasta, aunque después se arrepintiese y quisiese volver con él al descubrir que el otro intentaba compensar con el tamaño de su coche el tamaño de eso otro que están ustedes pensando; En el muelle de San Blas detuvo el tiempo y la nostalgia se hizo carne, y terminó con Rayando el sol y Clavado en un bar, los estallidos que todos estaban esperando. El público le compraba todas las entradas emocionales.

En mitad del camino, se colaron momentos interesantes. Interpretaron Se me olvidó otra vez, de Juan Gabriel, con mucho respeto. Luego Oye mi amor, convertida en grito político. Fher denunció la mala situación actual de los mexicanos en Los Ángeles y toda California. En medio, sonó una estrofa del Get Up, Stand Up, de Bob Marley, directa, sin rodeos. El protagonista absoluto después fue Alex. Tomó el micro en Me vale, un tema con ritmo de ska que dedicó a la gente auténtica de Sevilla y metió unas líneas de Miguel Bosé —muero yo por ti, tu paloma fui, Sevillaaa— y se marcó un solo de batería eterno. Atronador. Tan largooooo que sirvió para que los demás descansaran y Fher se cambiara de ropa. A mí también me vino bien, porque al tenerlo en primeros planos en las enormes patallas durante tanto tiempo pude resolver por fin la duda que mantenía desde hacía un buen rato. Sí, definitívamente, la figura que Alex llevaba estampada en su camiseta era la de Camarón. Desde el primer momento, hubo guiños a Sevilla. Muchos. Demasiados, incluso. Fher dijo varias veces que este era el sitio más hermoso en el que han tocado nunca. Recordó que ya conocía la Plaza de España. Había venido de joven con su mujer y se hicieron una foto besándose en uno de los puentes. Desde el escenario, ya no supo cuál era. Brindó con cerveza por los sevillanos. Vaso entero al coleto de un solo trago. El público, entregado.
Para recordar a los niños en Eres mi religión, trajeron al escenario al animal que más los quiere, el elefante -hinchable, claro, aunque de tamaño real-. Pero el instante más emotivo llegó con Rayando el sol, siendo el público quien se encargó de sostener la canción, con el micrófono vuelto hacia ellos. A capela, desacompasados y con fe, convirtieron el monumento sevillano en una catedral laica. Nadie quería que se acabara. Pero el final llegó, claro, con Clavado en un bar haciendo de catarsis festiva. Como si fuera 1990 y también 2025 a la vez, hubo quien lloró, hubo quien grabó, hubo quien solo miró al cielo, buscando algo que no sabía nombrar. Antes de ese adiós aún hubo palabras; recuerdos para Palestina y Ucrania. Y un mensaje claro: la violencia es el recurso de los ignorantes, seguido de un tirón de orejas a los políticos de aquí, para que no sigan el estúpido camino de otro: invertid en escuelas, salud, educación; no en armamento. Los aplausos no fueron una despedida, sino un intento de agarrar el momento por los hombros y no soltarlo. La Plaza de España fue el territorio íntimo donde la mayor parte del público todavía eran los adolescentes que juraron amor eterno sin saber muy bien a quién; miles de personas que recordaron que las canciones son las marcas de agua de nuestras vidas y en noches como esta los llevan hacia un lugar donde el tiempo no pasa, donde los primeros amores nunca terminan y donde siguen siendo los héroes de sus propias canciones. Y eso, a veces, es más que suficiente.

Mientras la gente continuaba entrando con cuentagotas, Airbag tomó el escenario con la contundencia de quien llega para dejar huella. Los argentinos Patricio, Guido y Gastón Sardelli, con esa mezcla de actitud callejera y precisión de relojería que los caracteriza, desgranaron un setlist algo corto, pero en el que no faltaron sus himnos generacionales, ni tampoco los recuerdos a otros himnos ajenos que también han marcado su vida como Sultans of swing y Johnny B. Goode, convirtiéndolos en intros de dos de sus propias piezas, Huracán y Por mil noches. Desde el inicio con Intoxicarme su música resonó con especial fuerza, sus riffs afilados eran guiños a la tradición rockera más clásica. Lo que siguió fue una montaña rusa emocional; desde los puños en alto con el demoledor Colombiana, donde las guitarras sonaron como metralletas afinadas, hasta la vulnerabilidad desgarradora de Cae el sol, una canción que sigue quemando como el primer día. Por en medio quedaron Perdido, un susurro que creció hasta el grito; Vivamos, una patada al conformismo, puro rock de estadio, perfecto también para una tarde como la de hoy; o Solo aquí, con la que terminaron, que quedó como un momento suspendido en el tiempo, pero que no tuvo opción de continuar. Había que ir a buscar algo con que refrescarse.
El turno de Duncan Dhu trajo consigo un cambio de registro radical. Con Mikel Erentxun como único faro de la formación original, acompañado por una banda de músicos que supieron capturar la esencia del proyecto sin caer en la réplica nostálgica. Junto a él estuvieron Igor Telletxea a la batería, Mikel Azpiroz a los teclados, Rubén Caballero a la guitarra y el que más ilusión me hizo reconocer, Fernando Neira, el bajista que acompañaba al recordado Rafael Berrio. El conjunto demostró por qué la música de Duncan Dhu ha trascendido épocas y tendencias. En algún lugar sonó especialmente conmovedora cerrando el concierto, con esos arpegios de Rubén que parecían tejerse en el aire sevillano. Lo más sorprendente fue comprobar que temas como La casa azul, con sus nuevos arreglos más oscuros y atmosféricos, ganaban una dimensión inesperada sin perder un ápice de su poder emocional original. También lo fue apreciar lo bien que le sientan los acordes de blues a No puedo evitar pensar en ti. Una lectura crepuscular y con sabor a polvo de carretera de Esos ojos negros cedió el protagonismo al coro invisible del público, que cantó a cielo abierto una gran parte de la trilogía final, compuesta por la luminosa reencarnación de Jardín de Rosas, seguida por dos reliquias invictas del imaginario colectivo, Cien Gaviotas y la ya mencionada En Algún Lugar. A esas alturas, la Plaza de España era un solo cuerpo exaltado pidiendo que la noche no tuviera fin. Y lo mejor estaba por llegar.
Entre la energía desbordante de Airbag y la intimidad evocadora de Duncan Dhu, el público asistió a dos formas distintas de entender la permanencia en el panorama musical. Dos estilos, dos generaciones, un mismo escenario preparando el terreno para lo que sería el acto final. Como si de un menú perfectamente equilibrado se tratara, estos aperitivos musicales dejaron claro que, más allá del cabeza de cartel, los programadores de Icónica Santalucía Sevilla Fest habían acertado plenamente en su selección de artistas. Lo de los horarios mejor lo dejamos para discutirlo otro día.
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