Un señor de Logroño

Literatura

La coruñesa Ediciones del Viento reedita 'Los ilusos', novela del escritor y guionista logroñés Rafael Azcona, publicada en 1958 y que el autor revisó pocos meses antes de su muerte

Una de las escasas imágenes de Rafael Azcona.
Manuel Gregorio González

15 de junio 2008 - 05:00

Muerto Rafael Azcona, y pasados ya los previsibles laudes mortuorios, Ediciones del Viento publica la versión revisada de Los ilusos; revisión que Azcona llevó a cabo en los últimos meses de su vida, y que el autor exigió como premisa ineludible para darlo nuevamente a las imprentas. Como el lector no ignora, Los ilusos se publicó a finales de los 50; de modo que la censura entonces obligaba a una parquedad en el decir, a una sujeción en los diálogos, que el Azcona posterior (recuerden La escopeta nacional), sobrepasó ampliamente, dando cabida a la procacidad, a la salacidad, a la incoherencia, y en resumen, a la amplia gama de dislates, insultos y blasfemias que adornan al español cuando se sienta a una mesa. Ese es, probablemente, el aspecto crucial de lo revisado por Azcona. Y ése es, también, el peligro y el riesgo de este singular empeño, pues volver sobre lo escrito es siempre volver a un tiempo y a un lugar desconocidos; y ello por un hombre diferente: aquél que mira ahora lo escrito hace unas décadas.

Sea como fuere, Los ilusos es una excelente novela, en la gran tradición de la tragicomedia española. No en vano, esta edición viene ilustrada por Mingote, en su vertiente más áspera y castiza, y cuyos favores propiciaron la llegada de Azcona a Madrid, emergido de las brumas logroñesas. En este sentido, es muy posible que Los ilusos tenga algo de autobiografía encubierta, y mucho de evocación amarga de unos años, los años inmediatos de la posguerra, en los que el país se agostaba en la desesperanza, y en los que el Madrid del NODO era la luminaria, la fantasmagoría nocturna con la que soñaron tres generaciones de españoles. Ese Madrid que Azcona retrata aquí en su indudable sordidez, en su vibrante humanidad, conmovedora y escasa, es el mismo que Cela da en Café de artistas, La Colmena y Santa Balbina, 37, gas en cada piso; el mismo que dará, algo más tarde, Martín Santos en su espléndida novela, Tiempo de silencio; o aquél que todavía perdura, bien que aminorado por el desarrollismo, en la obra de Umbral, La noche que llegué al Café Gijón, tan similar a esta de Azcona en muchos aspectos. En todas estas creaciones está la literatura como salvación, como vindicación, como huida (también en los boxeadores y los toreros de Aldecoa y Massats, retratados en su gemebundo desamparo), así como el espejismo de un sueño áureo: la conquista de la capital, los laureles del Parnaso, y el deseo de un esplendor que pasa por Chicote, el vermut y las señoritas fáciles del Pasapoga.

Quienes conozcan la obra de Rafael Azcona, ya sabrán que aquí, en Los ilusos, junto a la compasión, alienta el más amargo de los escarnios. El abultado ejército de sablistas y rimadores que ocupan estas páginas, lo son en tanto participan de dos virtudes opuestas: la pertinacia y la inocencia. O lo que es igual, la irresponsabilidad, el desahogo, la impericia -la ilusión y el pasmo de Los ilusos-, más la insistencia en una derrota que ya se prefiguraba incluso antes de salir de su oscura provincia con el mazo de versos bajo el brazo. Así pues, el drama escenificado por Azcona, como antes en Cela y luego en otros, no es más que el de una España a la fuga, que llegaba a la gran ciudad (las fabulosas migraciones de los 50/60), esperando que el aire de Madrid, su acogedora monumentalidad, fuera alimenticia. ¿Sigue vigente esa España cuarteada y ruin, con la contera de los serenos tutelando el alba? Literariamente, sin duda. Azcona, excelente dialoguista, ha sabido incluir todo lo que entonces ya estaba y no se dijo; de modo que aquellas noches Madrid, su turbio tintineo, vuelven a estar pobladas de señoritas tísicas y jóvenes promesas con olor a derrota.

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