El parqué
Jaime Sicilia
Quinta sesión en verde
Tribuna Económica
Dentro de unas semanas se conmemorarán los 700 años de la muerte del poeta italiano Dante Alighieri. Por ese motivo tanto su persona como su principal obra, la Divina Comedia, considerada como una de las obras maestras de la literatura mundial, están siendo objeto de numerosos artículos, seminarios o conferencias. Generalmente destacan la enorme importancia de este poema épico por sus valores literarios, morales, filosóficos, teológicos y políticos. Menos frecuente, sin embargo, son los que resaltan sus enseñanzas económicas. Y también las tiene.
Una de ellas se encuentra en el canto séptimo. En el viaje hacia las profundidades del Infierno, tras haber pasado el limbo y los círculos donde penan los lujuriosos y los "golosos", llegan -a Dante le acompaña el poeta Virgilio-al círculo cuarto, donde se encuentran los que han pecado por hacer un mal uso del dinero, tanto por exceso -los pródigos, que gastaron sin mesura- como por defecto -los tacaños-. Así, para Dante es condenable tanto el conservar el dinero por el gusto de conservarlo, como lo inverso, deshacerse de él por el simple gusto de gastarlo.
En el texto se describe la pena que se les ha impuesto: se ven obligados a empujar enormes piedras con el pecho a través de la circunferencia del círculo. Cada grupo de pecadores ocupa un semicírculo y chocan en los dos puntos opuestos. Entonces se insultan recíprocamente: "¿Por qué acaparas?", dicen unos; "¿Por qué derrochas?", dicen los otros. Después, se vuelven y recorren el camino inverso. Dante determina la condena mediante el contrario de su culpa o por analogía a ella. En este caso este "contrapaso" se explica porque ya que hicieron inútil al dinero, se ven obligados a empujar eternamente masa inerte, símbolo de la inutilidad de sus acciones.
Y es que el italiano con este pecado doble plantea poéticamente un debate económico: ¿para qué sirve el dinero? No tiene sentido querer poseerlo; tampoco centrarse sólo en el hecho de gastarlo. En ambos casos se le niega su esencia, al no considerarlo como lo que es: un instrumento. No hay que amarlo por sí mismo sino porque posibilita conseguir un fin: desarrollar bien el proyecto de vida. El dinero así está impregnado de una gran carga metafísica.
Inquieta leer en los recuadros del Boletín Económico del Banco de España, publicado hace unos días, que la pandemia ha provocado que el ahorro de los hogares se haya situado en cotas muy elevadas y que la recuperación depende de que los hogares gasten el exceso de ahorro en bienes y servicios de consumo. Es la evidencia del tipo de sociedad que hemos construido. Menos que nunca interesa que mires al cielo para ver las perseidas o que te sientes en un banco de la plaza a charlar con los vecinos. Para que la economía funcione hace falta que gastemos, en lo que sea, pero que gastemos. Instalados en el consumismo, la búsqueda de la verdadera felicidad se ha anestesiado. También la comprensión de que gran parte de ésta no se encuentra en nuestra relación con las cosas sino en la relación con la naturaleza y con los otros. El dinero se mueve, sí, pero sin mejorarnos como humanos. Vivimos en el cuarto círculo.
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