La ventana
Luis Carlos Peris
Un premio tan tardío como merecido
Sólo perduran las piedras, y la memoria de los que han sido. Roma sin ti está vacía. Fue el pasado mes de junio cuando tuvisteis vuestro último encuentro; esa esperada cita anual del amado con la amada, del Amor bifronte que leído al revés siempre será Roma. Nada es como antes. La Vía Sixtina, altiva, con su luz amarillenta de media tarde, no presumirá de sus escogidos y admirados moradores. No tendrás como Goethe, Piranersi o Thorvaldsen una placa en mármol que indique dónde estuviste, dónde pintaste, dónde dormiste, en qué lugar amaste. Hoy morimos todos un poco más al saber que no volverás a acariciar el travertino de la escalera que da acceso a la iglesia de la Trinità dei Monti, ni verán tu elegancia pausada, cadente y discreta al pasear, que te hacían uno más entre los caballeros romanos. Hoy y para siempre, tañerán todas las campanas como lo hacen cuando un sumo pontífice es llamado a la Casa del Padre. Y te echarán de menos los Dioscuros y los leones egipcios de la Cordonata, los escalones del Ara Coeli, el gran Cola di Rienzo, Marco Aurelio y el colosal Constantino. Me han dicho que el Galo moribundo, que lleva dos mil años agonizando de dolor, lo han visto llorar por tu ausencia, mientras los centauros de Aristeas y Papías han gritado como Dédalo desesperado; Ferdinandus, ubi est?
Se ha hecho un silencio abrumador en los Museos Capitolinos; Cicerón, Pirro y Flavia han dado allí la noticia y tu admirado Séneca, ante la atenta mirada de Zenón de Citio han justificado tu ausencia con un discreto y estoico discurso. Rezo por ti a la Madonna del Bambino, a Santa María in Vía Latta, a Santa María del Pópulo, al resucitado de la Minerva. Dicen que Pietro Bembo, el cardenal amigo de Rafael de Urbino, te ha dedicado un epigrama mientras oraba en la Chiesa Nuova ante la tumba de tu admirado Cy Twombly, el norteamericano que tuvo la dicha de vivir, crear y morir en Roma. Gabriele Fonseca que eternamente vive en mármol en San Lorenzo in Lucina y fue médico de nuestro admirado Giovanni Battista Pamphili, está desolado al saber que no pudo hacer nada para ayudarte. Siento que toda la ciudad llora por ti, amigo, desde Nicolas Poussin a Carracci, desde Correggio a Giorgio de Chirico, desde el Caballero de Arpino a Antonio Canova, de Borromini, a Giacomo Manzù, desde Carlo Maderno a Agostino Cornacchini.
Los ángeles de berninescos de San Andrea delle Fratte hubiesen querido acompañarte en tu último viaje recordándonos al verlos, que nacer es comenzar a morir. Hay demasiada soledad en Villa Borghese, en los jardines de la Villa Medicis, en el Palazzo Spada, en la Galleria Doria. Allí las esculturas de Inocencio X de Alessandro Algardi, Guidi y Bernini han solicitado exequias en tu honor frente al cuadro que le hiciera tu paisano Velázquez. Por los pinares de la Vía Appia ya no suena la cigarra, señal de la proximidad del otoño, mientras en Porta Ardeatina la luz de la mañana escribe tu nombre en ocres sobre los ladrillos de terracotta de Herculano. El Guetto Judío ha teñido aún más de negro sus adoquines de los montes Albanos al saber que no volverás a pisarlos. Hay un halo de realidad Felliniana en Vía Margutta, como si nada hubiese ocurrido y a mi me quedará para siempre la pena y el remordimiento de no haberte podido encargar el cartel de la Macarena como un gesto de respeto y admiración.
Pronto volveré a Roma y con unas ramas de laurel que depositaré en los jardines del Pincio, honraré tu memoria como agradecimiento por nuestra amistad. Que la tierra no te sea leve, porque sé que ya gozas para siempre de la presencia de Dios. Nos vemos pronto, amigo.
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