Los ingleses no sabrán hacer buenos arroces, pero con su capacidad para reírse de sí mismos -es el secreto de su finísimo humor-, seguro que van a fustigar al pobre de Gareth Southgate, quien va a quedar estigmatizado, me temo, por su decisión de sacar al campo en el minuto 119, como supremos ejecutores de penaltis, a dos pipiolos, Sancho y Rashford, que acudieron a la banda con la misma intensidad y decisión que el adolescente que debe ayudar al padre a una mudanza. Les faltó bostezar.

La gestión del partido por parte del seleccionador inglés se fue torciendo desde el tempranero gol de Shaw: los progresivos pasos atrás que fue dictando fueron desenchufando a Harry Kane, que estaba dando una lección de manejo del juego descolgado en la mediapunta. Y como corolario a su noche pésima, indigna del acontecimiento, su inaudita temeridad final, con Italia además presta a lanzar un saque de esquina que no fue gol por poco en ese penúltimo minuto de la prórroga. Su papeleta terminó de adquirir tintes ridículos con los fallos encadenados de Rashford y Sancho, que no fueron decisivos por la gran estirada posterior de Pickford ante el lanzamiento de Jorginho. Se ve que Sterling tiene el mismo carácter que Bebeto y el brown del quinto penalti se lo comió Saka, de 19 años de edad y que lanzó como si tuviera colgados de los hombros a los 70.000 ingleses que entraron en Wembley. Rashford, Sancho y Saka, los tres... gatitos.

Enfrente, la vieja Italia a la que mirábamos desde abajo hasta que llegó nuestra generación de oro, fue tejiendo el partido con fútbol, con los pretorianos Chiellini y Bonucci invitando al grupo a tirar para arriba y Verratti ejerciendo de brillante regista tras el descanso. Agradeció que nadie llevara mascarilla en Wembley: esa energía contraria que fluía de la grada los hizo aún más fuertes. Son justos campeones. Y a la española.