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Una de las incógnitas que se resolverán en 2021 es si el desalojo de Trump de la Casa Blanca puede acabar con, o al menos debilitar, el gobierno de la posverdad. Más que de una forma diferente de hacer las cosas, se espera todo un cambio de dirección en la gestión de las fuerzas que mueven al mundo hacia el largo plazo, como la estrategia contra el cambio climático, la organización del comercio internacional o la lucha contra la desigualdad y la pobreza. Y las primeras respuestas se tendrán en un año tan particular que quedará marcado para la historia por la vacunación contra el Covid-19 y por el reto logístico de llegar a todos los rincones del planeta. Desgraciadamente episodios como el Brexit, uno de los máximos exponentes del triunfo de la de la posverdad, se encargarán de recordarnos que existe una ¿nueva? moral política capaz de arraigar en terrenos contaminados por la intolerancia. Gobernar la economía en estas condiciones invita al pesimismo y a animar a la resistencia y a confiar en que, puesto que ni existe vacuna contra esta pandemia ni se espera su descubrimiento a corto plazo, en algún momento se recupere la cordura.

El diccionario define la posverdad como una “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Diríamos que es el triunfo de la vertiente emocional del cerebro sobre la racional. Lo que importa no es la verdad tal como es, sino cómo se siente o puede imaginarla la mayoría, porque de esta forma los profesionales de la comunicación y la persuasión podrán decidir sobre las relaciones de poder en una sociedad democrática. Supone que una realidad construida sobre convicciones puede conseguir que tanto la verdad como la mentira queden relegadas a un segundo plano en la conciencia del votante. También que la acción política, entendida como el establecimiento de reglas para la convivencia, puede alcanzar, por la falsedad de sus fundamentos, un nivel insospechado en democracia de coacción sobre la libertad de los individuos.

Me gusta la idea de libertad entendida como espacio de autonomía de los individuos frente al estado y otros poderes. En realidad, el fundamento de la coacción se encuentra en las ideologías y en la inevitable porfía entre política y libertad que emerge cuando los profetas de las ideologías consiguen instalarse en los resortes del estado. En este conflicto no es extraña la corrupción de las instituciones, la inhibición de las capacidades individuales y el freno al progreso como consecuencia de la represión de la libertad. Las ideologías pueden terminar, de esta forma, ocupando el espacio de libertad que la ilustración comenzó a disputar a la religión y a la verdad revelada en las sociedades occidentales, cuando desmontó la falsedad de la fundamentación divina de la naturaleza del poder. Lo que de particular tiene la coyuntura histórica que vivimos es la potencia de la comunicación y la propaganda para conseguir que la ficción política levante la realidad paralela que más le conviene a cada cual, con sus consiguientes consecuencias perniciosas sobre el progreso. Una realidad alternativa a la verdadera puede ser el resultado de la manipulación adecuada de los sentimientos y las emociones y los expertos en la materia disponen de potentes herramientas para conseguirlo. La realidad que percibimos es la que mejor se ajusta a las preguntas que nos hacemos, que ni son todas las posibles ni probablemente tampoco las correctas, siempre condicionadas por la experiencia individual y como partícipes en nuestros particulares campos de comunicación social, en el sentido de Hägerstrand. No se hacen las mismas preguntas los andaluces en su entorno de elevado desempleo, que los madrileños o los catalanes en la cúspide la jerarquía del bienestar y de ahí el “España no roba” o la insinuación del alcalde de Madrid sobre la economía de la capital como motor de la española. El recurso a las emociones para definir el perfil de la realidad interesada en cada caso también está en la autoproclamación en Andalucía del “gobierno del cambio” o el de España como de “progreso”, pero sobre todo nos confunde sobre si las pensiones están tan seguras como se dice o la inmunidad frente al virus garantizada por la vacuna.

La posverdad pone de manifiesto que la existencia de la mentira es tan cierta como la verdad y que puede ser legítimamente utilizada, siempre que se tenga la habilidad suficiente. La mentira sobrevive a la realidad porque nos permite construir el relato en que nos movemos con comodidad, como reconociese la vicepresidenta Calvo al justificar afirmaciones contradictorias de Pedro Sánchez sobre el delito de rebelión antes y después de ser presidente del gobierno.

Resulta inquietante la disposición a caminar por la realidad paralela más estimulante, con independencia de dónde pueda conducir, con el apoyo de los ejércitos de comunicadores que cada día nos invaden con la indisimulada intención de conseguir que nuestras conductas se guíen más por nuestras creencias que por la objetividad. La posverdad se revela como una perversa, pero también potente, herramienta en la lucha por el poder, aunque cueste concebir que una acción de gobierno cuyo fundamento es una realidad ficticia pueda resultar eficaz. En el permanente conflicto de intereses entre la política y las libertades individuales, la primera está consiguiendo imponerse contundentemente sobre la segunda desde hace algún tiempo, pero también es probable que las posibilidades de cada país en el contexto geopolítico que comienza a perfilarse a raíz de la pandemia dependan en buena medida de cómo se defina el espacio de libertad vetado a la injerencia de la política. La solidez del tejido institucional tendrá mucho que ver con ello.

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