La ventana
Luis Carlos Peris
Qué manera de rescatar al dictador
Nunca una reflexión debería ser tan dolorosa como el recuerdo. Quino y yo parecíamos predestinados a ser lo que fuimos, grandes amigos sin que los desencuentros pudieran con nuestro sino. Me remonto a los años finales de los sesenta, Portaceli y Claret, Claret y Portaceli, rivalidad de altos vuelos y competencia de fructíferos logros. Un profesor común, Mnsr. Jean de Jean, nos ponía al uno de ejemplo en el aula del otro y viceversa. Supimos que estábamos abocados a conocernos y así ocurrió merced a las buenas artes de una gran amiga, también común. La vida nos anunciaba que estábamos llamados a compartir muchas cosas.
Toda una carrera juntos, inseparables, él con mejores resultados que yo aún desde su inconstancia, sus fobias y sus filias hacia determinadas materias. Los bares de Tomás de Ibarra con Leo Gutiérrez Alviz, el tercero del trío, y las largas noches en alegre vigilia en la Cámara de la Propiedad Urbana con la excusa de los exámenes, fueron testigos de la enorme complicidad que nos unía. Vino luego el servicio militar, primero yo en Cerro Muriano y luego él nada más y nada menos que el Aaiun. Meses en los que no faltó una abundante correspondencia que todavía conservo. Tras los regresos, el comienzo de las respectivas andaduras profesionales.
Siguieron años en que, como no es tan inhabitual entre grandes compañeros, alguna desgraciada contingencia nos distanció para, al cabo, reconvertirse en “el Bola” entrañable y leal de siempre y retornar fortalecidos a una grandiosa amistad. Habían surgido nuevos vínculos ya apuntados años atrás con nuestra militancia en la Hermandad universitaria dónde incluso se llegó a establecer una alocada y temeraria rivalidad, propia de los veinte años, alguna que otra vez contada públicamente. Pero sin duda fueron los años en que compartimos responsabilidades, él en su Hermandad de la Macarena y yo en la mía del Gran Poder, cuando la concordia y el afecto alcanzaran cotas por sublimes no fáciles de superar. Ya no dejaríamos de frecuentarnos, él siempre contagiando alegría y yo gustoso a remolque suyo.
Todo esto podría dar una imagen de nimia apariencia. Joaquín podía parecer a veces lo que no era porque ante todo sabía ser el más serio cuando había que serlo, siempre con una cabeza privilegiada y disfrutando plenamente de la vida con merecimientos acordes a su bonhomía y generosidad. Yo puedo asegurar que era alguien que realmente merecía muchísimo la pena y que quiénes fuimos sus amigos nos podemos sentir muy afortunados.
A poco de comenzar el año en curso, se encontró con dos pruebas de PCR positivas, y de propina una neumonía. Al día siguiente puedo asegurar que Quino sabía del Covid 19 y de neumonías bilaterales más que muchos médicos. Pero un día llegó la terrible noticia. Tuvo los santísimos arrestos de leerme por teléfono el resumen del Tac que le practicaron y como quien anuncia un resfriado me confesó lo que padecía. El impacto fue absolutamente paralizante pues, por antecedentes familiares, yo sabía muy bien qué era aquello. Supe que me estaba anunciando una tragedia y que no había hecho sino empezar. A partir de aquel día estuve en vilo, consciente de lo que podía seguir. Hablábamos casi a diario y él me tranquilizaba, hasta me animaba, con una entereza que jamás antes había visto en nadie. La evolución de la maldita enfermedad me hizo caer en picado, incapaz de asimilarlo.
Sé muy bien lo que luchó y puedo jurar que fue un ejemplo como pocos podrán nunca dar, sin jamás perder esa Esperanza que siempre rigió cada minuto de su vida. Hoy lo ha llamado su Madre y ha partido con toda su hombría de bien tras Ella. Y sin embargo la muerte siempre sorprende y es el gran fracaso de la vida. Hoy, tras todo lo vivido y sufrido por él, curiosamente he de confesar que no sentí nunca, o no quise sentir, la necesidad de despedirnos porque ya siempre iba a permanecer conmigo. Hasta siempre, Quino.
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