Mercedes De Pablos

Visionarios

10 de agosto 2020 - 02:30

Si pensamos en visionarios, en aquellos que vieron el futuro antes que nadie, enseguida nos viene a la cabeza Leonardo da Vinci, cómo no, y Julio Verne, con varias centenas de años entre ellos pero capaces de adivinar cambios que hoy nos parecen normales como si siempre hubieran estado ahí. Esos son los top ten, los que cualquiera puede nombrar en un imaginario Un dos tres, y luego hay miles menos famosos, apenas conocidos. La serie El Ministerio del tiempo (habría que pensar en un premio a quienes nos hacen disfrutar de la Historia convirtiéndola en buenas historias, como el empeño de Javier Olivares o de Nieves Concostrina) rescató esta última temporada la figura de Emilio Herrera, el hombre que se anticipó al traje espacial que usaran los tres astronautas que pisaron la Luna en el 69. El militar y experto en aeronáutica murió en el exilio dos años antes de la gesta espacial más famosa del mundo, sin poder ver uno de sus sueños, ni el segundo, una reconciliación nacional que hiciera posible una España democrática, plural y en libertad.

Son ejemplos sonados de personas que más que por inspiración (eureka, la bombilla encendida de los tebeos) basaron sus premoniciones en mucho trabajo, en mucho esfuerzo y, obviamente, en la capacidad de estirar el horizonte de lo posible. Esa es la cualidad del visionario, aunque no alumbre su trabajo un invento de esos que pasan a la posteridad, ni un artilugio digno de verse en un museo. Porque hay quien, sin escribir como Verne ni construir helicópteros como Leonardo, supieron ver la punta del iceberg donde los demás apenas veíamos una ligera línea en el horizonte. Y lo hicieron mientras compartían mesa y hasta barra de bar con nosotros, pasando por iluminados cuando nos daban cien vueltas.

Doy algunos nombres: Antonio Mozo, que se nos fue tan pronto y que hablaba de las nuevas tecnologías en los noventa cuando el teléfono móvil más cercano parecía un zapatófono del agente Cero 86. O Antonio Manfredi que, mientras unos hundíamos la nariz en las olorosas páginas de papel de los diarios y nos amarrábamos a las Olivetti como árboles a salvar por Tita Cervera, ya hablaba de periodismo digital, montaba asociaciones de plumillas digitales y andurreaba por las redes a las que algunos ni habíamos puesto nombre. (Por cierto, que una cosa no quita la otra, Manfredi ha publicado este año un libro con relatos de periodistas que recomiendo vivamente aunque no sea del ramo o incluso nos tenga tirria). O lo que parecía una chaladura de Carlos Rosado y Piluca Querol: Sevilla y su provincia como plató desde La Guerra de las Galaxias a La Peste, un nicho de mercado que permite un tejido profesional local. Y, finalmente, esa Escuela de Salud Pública de Granada, idea del consejero Pablo Recio en los ochenta y que hoy es más necesaria que nunca. Aunque la lleven ninguneando hace unos años.

Porque si hay visionarios lamentablemente también hay quien padece, y hasta presume, de ceguera.

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