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La tele, la que de toda la vida había estado en la sala, ha acabado siendo ella misma una sala: una sala de la Audiencia, una sala del Tribunal Supremo, una sala cualquiera de las tantas que tienen los juzgados en España. No hay ya un día, un solo día, que no comamos con un juicio. No hay telediario sin fiscales, sin jueces, sin policías trasladando furgones con detenidos, con presuntos corruptos, criminales, ladrones, violadores, asesinos de ex parejas o cónyuges... España es como una siniestra y constante mudanza de cadáveres y presuntos autores de cientos de macabros delitos. Todos los días. A todas horas. Antes decíamos que nos desayunábamos las malas noticias. Ahora nos las almorzamos y hasta nos las cenamos.

Hubo un tiempo en el que la tele tuvo bastante con Perry Mason. Un tiempo que emitía cine español con Morena clara y no veíamos más fiscal que a Fernando Fernán Gómez. Por Navidad siempre volvía el edificante juicio de ¡Qué bello es vivir! Y los largometrajes y las series americanas nos habían enseñado el argot judicial de un procedimiento como el de los Estados Unidos, tan diferente al nuestro, aunque con los precursores del jurado popular: se levanta la sesión, el acusado tiene la palabra, conteste a su señoría... No pasábamos de ahí.

Ahora, sin embargo, nos lo sabemos todo a diario en este juicio paralelo que es la tele. Defensa, acusación, presunto, primera y segunda instancia, recursos, letrados, pasar a disposición judicial, diligencias previas, prisión preventiva, libertad condicional, pagos de fianzas... Los españoles asistimos a los telediarios casi como si fuéramos estudiantes acudiendo a sus clases de Derecho. Después se quejan de que haya un veredicto popular, de que hasta la gente llegue a decir quién tiene y quién no tiene que estar en la cárcel. A los españoles los informativos los están vistiendo con toga y puñetas, comparecen todos los días a la hora de comer como asombrados testigos de un mundo que hasta ahora no era el suyo, sino de los profesionales, de los juristas. Es como si Omaíta hubiera cambiado el paño de croché sobre la tele por el ganchillo de la bocamanga de un juez.

No sé si esto empezó con el estrellato de Garzón y siguió por los banquillos de la Pantoja y Julián Muñoz. Lo mismo fue mucho antes, cuando Lola de España no pagó a Hacienda. O por los itinerarios de Ruiz Mateos. La cosa es que todos los días, todos, la tele es esa metamorfosis de haber pasado a estar en la sala a ser la sala, la de cualquier juzgado de España en la que cientos de corruptos y delincuentes de todo tipo tienen, con todos nosotros mientras comemos, una citación judicial. Si Raymond Burr viera por dónde vamos ya desde su histórica serie.

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