La ventana
Luis Carlos Peris
Qué manera de rescatar al dictador
Hay países donde la defensa frente al contagio del coronavirus venido de fuera ofrece una magnífica oportunidad para el afianzamiento del proteccionismo, aunque la tentación ya venía de antes. El eslogan de campaña de Donald Trump (America First) anticipaba la guerra comercial y arancelaria que vino después y tanta fascinación producía en algunos ambientes populistas y que terminaría reproduciéndose en otros lugares, incluidos algunos países de la Unión Europea. Las barreras al comercio no protegen la producción interior y el empleo, como sostienen sus defensores, sino más bien todo lo contrario. Cuando las barreras conducen al aislacionismo se frena la división del trabajo, el intercambio y, por tanto, también la especialización y su principal consecuencia es que la productividad disminuye, o crece menos que en otros lugares, que viene a ser lo mismo que la pérdida de competitividad. Al final, menos crecimiento, menos empleo y menos bienestar.
Las fronteras se crearon para delimitar la soberanía nacional y funcionaron de manera eficiente mientras las comunicaciones se hacían por tierra, mar y aire y los gobiernos disponían de herramientas suficientes para regular las entradas y salidas de bienes y personas. En algunos países no desarrollados, donde no existe un sistema fiscal implantado, las rentas de aduanas constituyen la principal fuente de financiación gubernamental, junto a los cánones que pagan las empresas multinacionales que explotan los recursos naturales del país y la cooperación internacional, pero también para ellos la globalización ha supuesto una pérdida efectiva de soberanía porque cada vez hay más procesos que discurren por rutas diferentes a las tradicionales.
Desde un punto de vista geoestratégico la globalización ha supuesto, sobre todo, que los gobiernos han perdido una parte importante de su anterior capacidad para controlar lo que ocurría dentro de sus fronteras. La cooperación internacional aparece como la única alternativa posible, frente a la indefensión individual, de diseñar estrategias eficaces frente a procesos globales distópicos, como las migraciones o el cambio climático. Las fronteras actuales ya no son tan impermeables como antes y desde luego son absolutamente incapaces de aislarnos de los desastres naturales. También son vulnerables frente a las tecnologías de la información y la comunicación, que las traspasan con facilidad para que posteriormente, desde el interior, las redes sociales difundan y multipliquen la influencia de sus contenidos sobre el comportamiento de las personas.
Tampoco tiene ningún gobierno del mundo capacidad para defenderse por sí solo de la extraordinaria potencia desestabilizadora del capital financiero internacional. Se mueven en lo que se conoce como “mercados eficientes” debido a que quienes participan en ellos reaccionan de forma completa e inmediata ante cualquier perturbación, lo que les confiere una extraordinaria capacidad perturbadora, incluso frente a rumores sin fundamento o falsas expectativas. Por otra parte, las políticas económicas implementadas en un país suelen tener repercusión, normalmente adversa, sobre los países vecinos, que también aconsejan protocolos de coordinación política.
El contorno geográfico de las crisis económicas estaban razonablemente delimitadas por fronteras nacionales hasta finales del pasado siglo, cuando adquirió carta de naturaleza el fenómeno de las crisis por contagio que se sucedieron en el sudeste asiático (baht tailandés), México (la crisis del tequila) o Brasil, entre otras, a fínales del pasado siglo.
La cooperación política surge, por tanto, de la necesidad que tienen los gobiernos de coordinar sus estrategias frente a las perturbaciones de carácter global para resultar eficaces, aunque para ello es necesario un cierto nivel de confluencia de intereses que no siempre existe. Las interminables sesiones de las rondas de Uruguay para el impulso y la liberalización del comercio internacional, probablemente el mayor esfuerzo de coordinación en materia de políticas económicas, dan fiel testimonio de la dificultad de conciliar intereses enfrentados, pese a que a principios de los 80 del pasado siglo la globalización todavía no imponía ningún tipo de servidumbres.
La cumbre del G20 en Roma de hace unas semanas acabó en fracaso porque no consiguió limar las diferencias de los asistentes en torno a los grandes problemas económicos que están planteados (materias primas y suministros en general, energía, logística, …), mientras que las tensiones inflacionistas amenazan con precipitar la retirada de los estímulos monetarios y el final de la placidez financiera internacional, en plena escalada de déficits y endeudamientos públicos. Las previsiones se revisan a la baja porque las cosas no están sucediendo como se esperaba y los atoros en las cañerías de los suministros no invitan precisamente al optimismo.
La cumbre COP26 en Glasgow sobre el clima también se va a cerrar en falso, pese a que si en algún diagnóstico existe consenso es en que el planeta no aguanta más. Nos conformaremos con proclamar que se mantienen los compromisos de París 2015, pero no habrá avances reales significativos. Estas dos cumbres dan testimonio fehaciente de que, pese a que los problemas globales son los mismos para todos, las sensibilidades regionales difieren e incluso entran en conflicto, hasta el punto de impedir el acuerdo. Los analistas pronostican cambios en las relaciones globales. Frente a un único bloque en el que todas las piezas interactúan, pese a los roces, los grandes bloques regionales se perfilan como una alternativa más segura y proclive al acuerdo de cooperación. Previsiblemente serían bloques más compactos internamente, aunque también podrían aumentar las distancias con los otros. La incógnita por resolver es si de esta forma se facilitaría el acuerdo global para afrontar las perturbaciones que no entienden de fronteras, como la crisis del clima, el comercio internacional o la estabilidad financiera.
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