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Análisis

Joaquín Aurioles

Universidad de Málaga

Los derechos de emisión de CO2 y la factura de la luz

Central de ciclo combinado

Central de ciclo combinado

EL pasado 1 de junio entró en vigor la “nueva factura de la electricidad” que, gracias a un rocambolesco sistema de discriminación horaria, tendría que haber reducido el recibo en al menos un 3,4% a los 19 millones de usuarios que hasta ahora no discriminaban. La realidad ha sido bien diferente y el coste para el consumidor se ha disparado hasta batir todos los récords históricos un día tras otro. El desmadre ha sido de tal calibre que desde el propio gobierno han surgido propuestas cruzadas, incluidas las de corte populista, para resolver el problema. No parece que vayan a servir de mucho (el efecto de la rebaja del IVA apenas se ha notado), pero al menos han conseguido que nos interesemos en conocer un poco mejor el intrincado mercado del kilovatio.

Ahora casi todo el mundo entiende que hay dos cosas fundamentales. Una es el que el precio del kilovatio se determina en función del coste del último suministrado. Los primeros en entrar en la red son las más baratas, es decir, las renovables y las hidroeléctricas, que están siempre funcionando, después las nucleares y, por último, las de ciclo combinado, cuyo origen es el gas natural. Las primeras tienen un coste variable cero o muy reducido y con frecuencia aportan más de la mitad de la producción distribuida, aunque cuando la demanda se dispara su participación se reduce fácilmente por debajo del 20%. Su influencia en el precio es, sin embargo, limitada. La fijación marginal del mismo significa que se determina en función del coste del kilovatio que producen las de gas, las últimas en entrar y también las más caras.

La otra, que la factura eléctrica está llena de peajes. Aprovechando la opacidad de lo incomprensible, el recibo de la luz se convirtió en un eficaz instrumento para repercutir sobre los hogares los “costes políticos” (en euros) de las decisiones adoptadas por diferentes gobiernos, hasta llegar a representar las dos terceras partes del total de lo que pagamos. Entre ellos, además del impuesto fácil (25% antes de la bajada del IVA), los costes de transición a la competencia (a finales de los 90), el desconcertante déficit de tarifa, la moratoria nuclear, las subvenciones a las renovables, etc.

También nos han explicado que tras la disparatada subida de la luz está la propia estructura del mercado, la subida del precio del gas y el enigmático precio del CO2 que se determina en el mercado de derechos de emisión, de cuyas interioridades poco conoce todavía el consumidor.

La Unión Europea decidió poner en marcha en 2005 un sistema de “limitación y comercio” de derechos de emisión contaminante, como pieza central de su estrategia de lucha contra el cambio climático. Se establecía un límite máximo de emisión permitida y se emitían unos bonos comercializables (se pueden vender y comprar en un mercado secundario convencional) que concedían al poseedor una cuota determinada de ese máximo. El objetivo final es la neutralidad climática en 2050 y en el intermedio el recorte en 2030 del 40% de las emisiones de gases de efecto invernadero.

Más de 10.000 empresas en toda Europa debían disponer de los pertinentes derechos si pretendían mantener sus actividades. En caso contrario, tendrían que adquirirlos en el mercado o invertir en descontaminación. Obviamente se trata de una decisión que depende del coste del derecho en cada momento, por lo que el funcionamiento ideal del sistema es que el precio sea lo suficientemente alto como para incentivar la inversión en tecnologías menos contaminantes y para que ello ocurra es necesario que la demanda sea superior a la oferta.

Diseñado para un precio entre 25 y 30 euros, la crisis de 2008 provocó que se desplomase hasta 2,5 en 2013. Resultaba más barato comprar derechos que invertir en tecnologías no contaminantes, por lo que durante un tiempo el proyecto apuntaba al fracaso. Para combatir el excedente en el mercado se creó una Reserva de Estabilidad del Mercado, un fondo de bonos con los que intervenir según la situación de abundancia o escasez. Tenía que empezar a funcionar en 2019, pero sus efectos se notaron anticipadamente. En el primer trimestre de 2018 el precio era de 14 euros, el doble que en el último de 2017.

La estabilidad en el mercado y la consecución del objetivo intermedio aconsejaba una retirada progresiva de derechos. Hasta 2020 se hizo a un ritmo anual del 1,74% y a partir de 2021 al 2,2%, así que lo razonable era esperar que el precio aumentara. El pasado 16 de agosto alcanzó un máximo histórico de 58,16 euros por tonelada emitida de CO2, que es un 58,8% más elevado que a principios del año, pero inferior a la subida de la factura de la luz. Atribuyamos, por tanto, al mercado de derechos de contaminación una parte significativa de la subida de la luz, pero ni mucho menos la más importante.

Tomemos como referencia una central de gas natural. El factor de conversión del megavatio en CO2 es algo inferior a 0,5 tm/mgv, lo que significa que, para producir un megavatio, la eléctrica tendrá que disponer o adquirir de 0,5 derechos de emisión de 1 tm/mgv. Si el precio de este ha aumentado alrededor de 20 euros en lo que va de 2021, el coste de producir un megavatio se habrá incrementado en 10 euros desde enero.

En todo caso, su repercusión en el precio de la electricidad no deja de ser un efecto adverso, pero secundario, del cumplimiento de la función para la que fue creado: la lucha contra el cambio climático. Este es el objetivo final a cuya consecución todos hemos de contribuir, aunque todavía queda por explicar por qué las eléctricas pueden repercutir la totalidad de este coste en la factura y que sea el consumidor final, es decir, el hogar medio, quien termine soportando el enorme precio de la descontaminación.

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