Un día cualquiera, de no recuerdo qué mes, me paré a observar las conductas de aquellos que me rodeaban. A los pocos segundos observé a una pareja tropezarse con una señora y dedicarse todo tipo de improperios. Ninguna disculpa por ninguna de las partes implicadas. Minutos después, al entrar en una tienda, un caballero muy ofuscado decidió devolver toda su compra porque la dependienta lo invitó a guardar la cola y esperar su turno. No mucho después, un chaval en bicicleta se acordaba a viva voz de toda la familia de un viandante que -de manera equivocada- transitaba por el carril bici. En menos de una hora, tres discusiones, tres maneras de perder las formas y tres contextos en los que la educación brilló por su ausencia.

No se trata de hechos aislados. Es común ver a la gente perder las formas por cualquier tipo de ridiculez. Sólo hay que coger el coche y darse un paseo. El grito y el insulto parecen ser el idioma universal de los conductores. La poca vergüenza, también muy abundante en los tiempos que corren, propicia que el personal pierda los papeles. Lejos de intentar establecer una conversación en la que resolver el entuerto, los implicados elevan su tono de voz y degradan su comportamiento hasta parecer de todo menos seres humanos.

¿Dónde se ha ido la educación? Esa que nos invitaba a pedir permiso, dar los buenos días y disculparnos. ¿Tan estresantes son nuestras vidas que saltamos a la primera de cambio por la primera chuminada que altere nuestra existencia? Hemos trabajado la inteligencia emocional, ido a clases de yoga y mindfulness, pero la paz y el sosiego parecen no ser nuestros amigos. Tal vez la televisión y esos programas en los que se debate sobre todo como si de todo se entendiera -donde el griterío, la grosería y la altanería son la tónica dominante- nos han hecho olvidar que la educación es la base sobre la que ha de cimentarse una sociedad. Los gritos, cuando se convierten en el pan nuestro de cada día -y eso, por desgracia ocurre en televisión-, nos deslegitiman ante el otro. No reconocer nuestros fallos y creernos poseedores de la verdad absoluta nos impide ponernos en la piel del otro y, por ende, imponer nuestro criterio de forma grosera, ya sea en un semáforo, en la cola de la panadería o hablando sobre la cosmovisión del Universo. Y así, por mucha interconexión, comunicación global y jornadas para la reflexión en comunidad, acabaremos a puñetazos con el que primero que ose preguntarnos por la hora.

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