La política sin partidos, el nuevo sueño de la izquierda a la izquierda del PSOE

Yolanda Díaz aspira a salirse de "la esquinita" electoral La variante ómicron y los riesgos de una globalización exclusivamente económica Ex ministros de Interior que no se enteraban de nada

Yolanda Díaz, en el Congreso de los Diputados.

Yolanda Díaz, en el Congreso de los Diputados. / EFE

Yolanda Díaz, quien ya trabaja en liderar una alternativa política a la izquierda del PSOE que quiere ir más allá de la pequeña "esquinita de la izquierda", no quiere partidos a su alrededor. Considera que son percibidos como un obstáculo y lastran la posibilidad de sumar gente a su causa. Y tiene razón la vicepresidenta, quien milita en el PCE. La palabra partido está maldita. Su significado social está profundamente degradado. Éticamente se les trata con el palo de la serpiente. Su práctica rutinaria no alienta precisamente una mejora de su percepción. Su democracia interna es como lo de la música militar a la música. Y desde la idea de su eficacia para transformar la sociedad se les observa como a paquidermos que sólo se mueven lentamente y por sus propios intereses, que suelen ser los intereses de sus dirigentes. No concitan entusiasmo alguno entre los ciudadanos. Hablan un lenguaje encriptado que nadie entiende y su narrativa pública se retroalimenta de sus propios vicios. Incluso etimológicamente, la palabra partido evoca división, quiebra, ruptura.

Sin embargo, los partidos políticos democráticos han sido fundamentales en la transformación de España y para llegar a donde estamos como país. Con el indiscutible mérito de la sociedad española, pero encauzada en su participación a través de los partidos. Somos la decimotercera economía del mundo según datos del FMI. La decimoctava potencia exportadora y la undécima en venta de servicios. Tenemos tasas importantes de educación superior, de implantación de tecnologías de la información y un sistema sanitario que funciona razonablemente bien. Somos buenos además en otras asignaturas globales propias de países desarrollados como la ingeniería, el deporte o la gastronomía. ¿Deberíamos aspirar a estar entre las diez primeras economías del mundo? Sí, claro. La ambición mueve al mundo. Y seguro que se podían haber mejor muchas cosas. Pero en todo caso, admitamos que no está mal en cuatro décadas de democracia.

La primera responsabilidad, recuperar el prestigio de los partidos, recae en sus propios dirigentes. Han perdido buena parte de la centralidad política en una sociedad abierta, plural, progresivamente desintermediada y en la que las ideologías influyen pero no son el único motor de las decisiones y mucho menos constituyen una disciplina de obligado cumplimiento. Obviamente la democracia no se defiende sólo desde los partidos. Pero hasta ahora, en lo que a la participación política se refiere, son el instrumento nuclear. Nada impide que una amalgama de colectivos sociales por bienintencionados y necesarios que sean no terminen replicando los mismos vicios de los partidos tradicionales. Tiene mas que ver con el poder y el comportamiento humano que con el modelo de organización. En cualquier caso, deberían espabilarse: entre las plataformas territoriales al modo de Teruel existe y la renuncia de una parte de la izquierda al dibujo tradicional partidario alguien puede terminar comiéndoles la merienda antes que tarde.

Este mundo frágil y desigual

El Covid 19, la variante ómicron que llega desde Sudáfrica, la sexta ola y los daños colaterales aún por sobrevenir y conocer nos desnudan una vez más. El mundo muestra su fragilidad ante amenazas como ésta, especialmente por los efectos de la globalización y la extensión de los sistemas de transporte. El efecto del aleteo de la mariposa que atraviesa océanos es más palpable que nunca en términos de salud, aunque en 2008 la crisis financiera mundial también nos dejó otro aleteo global en forma de subprimes y basura titulizada. Sin embargo, es imposible despreciar la realidad: los 4,3 millones de fallecidos en esta pandemia global están muy lejos de los 200 millones de muertos que produjo la peste negra, los 50 que dejó los 56 de la viruela, o los 50 de la llamada gripe española. La sociedad española, como la mayoría de los países occidentales, está abonada hoy a la idea de un progreso continuo y a unas redes de seguridad que se da por hecho que van a funcionar. Y afrontar desafíos de esta naturaleza, casi imposibles de evitar y muy difíciles de gestionar, nos inquieta porque escapan a nuestro control.

Hay una parte de la globalización que no terminamos de asumir. Y tiene que ver con las obligaciones. O entendemos y actuamos comprendiendo al mundo como un todo no sólo para economía o las consecuencias de los desastres que ocurran en países -o continentes enteros- subdesarrollados seguirán llegándonos a la cocina.

La pandemia ha puesto de relieve la grieta entre dos mundos y ha evidenciado las diferencias sanitaria y social que existen. Las emergencias que ha desatado la pandemia sólo se van a resolver con más política global, no con menos. Desglobalizar sería trágico para millones de personas, pero el nuevo tiempo nos enseña que necesitamos una ética de la globalización definida y eficaz así como una solidaridad global, aunque fuera sólo por puro egoísmo. Estamos interconectados. Ayer, Wuhan; hoy, Sudáfrica. Eso es imparable. Pero, de entrada, lo que abundan son informes sobre qué supondrá para la economía global el Covid. El Índice de Elcano sobre Presencia Global avanza que la proyección económica mundial se contraerá un 12% mientras que la militar se incrementará en un 7,6%: una fotografía exacta de hacia donde vamos.

Una foto que se completa con la locura de la semana: una criptomoneda llamada Ómicron se disparó esta semana un 900% tras conocerse el nombre de la nueva variante del virus. Mientras, los países del primer mundo han vuelto a protegerse clausurando vuelos procedentes de Sudráfica, aunque han bastado pocas horas para constatar que esa variante del virus ya habitaba entre nosotros y en otro montón de países.

Esto ya no va de un José Bové apedreando la cristalera de un McDonald's. Va de empezar a construir una red de desarrollo que ofrezca oportunidades a los entornos más subdesarrollados y, a la vez, extienda las seguridades y certezas para todos. Podríamos haber empezado con una estrategia de vacunación global en vez de por acaparar vacunas que en algunos casos caducan en las neveras. Vivimos en un dèjá vu permanente. Más de 20.000 trabajadores sanitarios van a ser despedidos en España tras tener aparentemente bajo control el covid. Todo será que sigan incrementándose los casos para que nos apresuremos a otra campaña urgente de contratación y abramos de nuevo los hospitales de campaña. Pero seguiremos sin mirar al sur del sur.

Ex ministros del Interior que no se enteraban de nada

Los dos últimos ex ministros del Interior del Gobierno del PP, Juan Ignacio Zoido y Jorge Fernández Díaz, no se enteraban de nada de lo que ocurría en su propio ministerio. No tenían ni idea, han declarado en distintas sedes judiciales y políticas. Zoido lo dejó claro en marzo de 2019 durante el juicio del procés: desconocía cualquier detalle sobre el operativo policial en Cataluña. Ni sobre el alojamiento de los agentes en los barcos de Piolín y mucho menos sobre la decisión de cargar contra los votantes de aquel referéndum ilegal. Por ridículo que parezca el juez no fue capaz de sacar a su ex colega una sola palabra. Tan absurda fue la cosa que ante la pregunta de la fiscal de por qué desconocía cuestiones fundamentales que debería haber sabido en función de su puesto de ministro también dijo desconocerlo. En aquel juicio quien dio la cara fue José Antonio Nieto, ex secretario de Estado de Seguridad.

Fernández Díaz también ha dicho esta semana en la Comisión del Congreso que lo ignoraba todo sobre la operación Kitchen, montada para ocultar o destruir pruebas que afectaban al PP en el caso Gürtel, incluyendo el espionaje al ex tesorero Luis Bárcenas. Ni idea. El juez García Castellón detalló en su auto que el ministro era quien habían dado "órdenes concretas" a su número dos para la operación. Quién necesita ministros en Interior si no se enteran de nada. Por lo visto, el Ministerio funciona con piloto automático y la impagable autogestión de las mafias policiales.

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