La ventana
Luis Carlos Peris
Poniendo el parche sin salir el grano
Yolanda Díaz, quien ya trabaja en liderar una alternativa política a la izquierda del PSOE que quiere ir más allá de la pequeña "esquinita de la izquierda", no quiere partidos a su alrededor. Considera que son percibidos como un obstáculo y lastran la posibilidad de sumar gente a su causa. Y tiene razón la vicepresidenta, quien milita en el PCE. La palabra partido está maldita. Su significado social está profundamente degradado. Éticamente se les trata con el palo de la serpiente. Su práctica rutinaria no alienta precisamente una mejora de su percepción. Su democracia interna es como lo de la música militar a la música. Y desde la idea de su eficacia para transformar la sociedad se les observa como a paquidermos que sólo se mueven lentamente y por sus propios intereses, que suelen ser los intereses de sus dirigentes. No concitan entusiasmo alguno entre los ciudadanos. Hablan un lenguaje encriptado que nadie entiende y su narrativa pública se retroalimenta de sus propios vicios. Incluso etimológicamente, la palabra partido evoca división, quiebra, ruptura.
Sin embargo, los partidos políticos democráticos han sido fundamentales en la transformación de España y para llegar a donde estamos como país. Con el indiscutible mérito de la sociedad española, pero encauzada en su participación a través de los partidos. Somos la decimotercera economía del mundo según datos del FMI. La decimoctava potencia exportadora y la undécima en venta de servicios. Tenemos tasas importantes de educación superior, de implantación de tecnologías de la información y un sistema sanitario que funciona razonablemente bien. Somos buenos además en otras asignaturas globales propias de países desarrollados como la ingeniería, el deporte o la gastronomía. ¿Deberíamos aspirar a estar entre las diez primeras economías del mundo? Sí, claro. La ambición mueve al mundo. Y seguro que se podían haber mejor muchas cosas. Pero en todo caso, admitamos que no está mal en cuatro décadas de democracia.
La primera responsabilidad, recuperar el prestigio de los partidos, recae en sus propios dirigentes. Han perdido buena parte de la centralidad política en una sociedad abierta, plural, progresivamente desintermediada y en la que las ideologías influyen pero no son el único motor de las decisiones y mucho menos constituyen una disciplina de obligado cumplimiento. Obviamente la democracia no se defiende sólo desde los partidos. Pero hasta ahora, en lo que a la participación política se refiere, son el instrumento nuclear. Nada impide que una amalgama de colectivos sociales por bienintencionados y necesarios que sean no terminen replicando los mismos vicios de los partidos tradicionales. Tiene mas que ver con el poder y el comportamiento humano que con el modelo de organización. En cualquier caso, deberían espabilarse: entre las plataformas territoriales al modo de Teruel existe y la renuncia de una parte de la izquierda al dibujo tradicional partidario alguien puede terminar comiéndoles la merienda antes que tarde.
El Covid 19, la variante ómicron que llega desde Sudáfrica, la sexta ola y los daños colaterales aún por sobrevenir y conocer nos desnudan una vez más. El mundo muestra su fragilidad ante amenazas como ésta, especialmente por los efectos de la globalización y la extensión de los sistemas de transporte. El efecto del aleteo de la mariposa que atraviesa océanos es más palpable que nunca en términos de salud, aunque en 2008 la crisis financiera mundial también nos dejó otro aleteo global en forma de subprimes y basura titulizada. Sin embargo, es imposible despreciar la realidad: los 4,3 millones de fallecidos en esta pandemia global están muy lejos de los 200 millones de muertos que produjo la peste negra, los 50 que dejó los 56 de la viruela, o los 50 de la llamada gripe española. La sociedad española, como la mayoría de los países occidentales, está abonada hoy a la idea de un progreso continuo y a unas redes de seguridad que se da por hecho que van a funcionar. Y afrontar desafíos de esta naturaleza, casi imposibles de evitar y muy difíciles de gestionar, nos inquieta porque escapan a nuestro control.
Hay una parte de la globalización que no terminamos de asumir. Y tiene que ver con las obligaciones. O entendemos y actuamos comprendiendo al mundo como un todo no sólo para economía o las consecuencias de los desastres que ocurran en países -o continentes enteros- subdesarrollados seguirán llegándonos a la cocina.
La pandemia ha puesto de relieve la grieta entre dos mundos y ha evidenciado las diferencias sanitaria y social que existen. Las emergencias que ha desatado la pandemia sólo se van a resolver con más política global, no con menos. Desglobalizar sería trágico para millones de personas, pero el nuevo tiempo nos enseña que necesitamos una ética de la globalización definida y eficaz así como una solidaridad global, aunque fuera sólo por puro egoísmo. Estamos interconectados. Ayer, Wuhan; hoy, Sudáfrica. Eso es imparable. Pero, de entrada, lo que abundan son informes sobre qué supondrá para la economía global el Covid. El Índice de Elcano sobre Presencia Global avanza que la proyección económica mundial se contraerá un 12% mientras que la militar se incrementará en un 7,6%: una fotografía exacta de hacia donde vamos.
Una foto que se completa con la locura de la semana: una criptomoneda llamada Ómicron se disparó esta semana un 900% tras conocerse el nombre de la nueva variante del virus. Mientras, los países del primer mundo han vuelto a protegerse clausurando vuelos procedentes de Sudráfica, aunque han bastado pocas horas para constatar que esa variante del virus ya habitaba entre nosotros y en otro montón de países.
Esto ya no va de un José Bové apedreando la cristalera de un McDonald's. Va de empezar a construir una red de desarrollo que ofrezca oportunidades a los entornos más subdesarrollados y, a la vez, extienda las seguridades y certezas para todos. Podríamos haber empezado con una estrategia de vacunación global en vez de por acaparar vacunas que en algunos casos caducan en las neveras. Vivimos en un dèjá vu permanente. Más de 20.000 trabajadores sanitarios van a ser despedidos en España tras tener aparentemente bajo control el covid. Todo será que sigan incrementándose los casos para que nos apresuremos a otra campaña urgente de contratación y abramos de nuevo los hospitales de campaña. Pero seguiremos sin mirar al sur del sur.
Los dos últimos ex ministros del Interior del Gobierno del PP, Juan Ignacio Zoido y Jorge Fernández Díaz, no se enteraban de nada de lo que ocurría en su propio ministerio. No tenían ni idea, han declarado en distintas sedes judiciales y políticas. Zoido lo dejó claro en marzo de 2019 durante el juicio del procés: desconocía cualquier detalle sobre el operativo policial en Cataluña. Ni sobre el alojamiento de los agentes en los barcos de Piolín y mucho menos sobre la decisión de cargar contra los votantes de aquel referéndum ilegal. Por ridículo que parezca el juez no fue capaz de sacar a su ex colega una sola palabra. Tan absurda fue la cosa que ante la pregunta de la fiscal de por qué desconocía cuestiones fundamentales que debería haber sabido en función de su puesto de ministro también dijo desconocerlo. En aquel juicio quien dio la cara fue José Antonio Nieto, ex secretario de Estado de Seguridad.
Fernández Díaz también ha dicho esta semana en la Comisión del Congreso que lo ignoraba todo sobre la operación Kitchen, montada para ocultar o destruir pruebas que afectaban al PP en el caso Gürtel, incluyendo el espionaje al ex tesorero Luis Bárcenas. Ni idea. El juez García Castellón detalló en su auto que el ministro era quien habían dado "órdenes concretas" a su número dos para la operación. Quién necesita ministros en Interior si no se enteran de nada. Por lo visto, el Ministerio funciona con piloto automático y la impagable autogestión de las mafias policiales.
1. Queja absurda y corporativa
La carta remitida por doce partidos -entre ellos el PSOE y UP- a la secretaría general del congreso apelando a una especie de manual de buena conducta en las ruedas de prensa del Congreso es un error y un ejemplo de que el corporativismo no es sólo una constante periodística. Denunciar el comportamiento de algunos periodistas y pedir que se restablezca "el buen funcionamiento" de las ruedas de prensa es un canto a Galicia. Se refieren, sin mencionarlos, a periodistas de medios de ultraderecha que se emplean con rudeza y actitud desafiante frente a políticos independentistas y de la extrema izquierda. El periodismo tiene como obligación preguntar, repreguntar, cuestionar y dudar. Una labor que no está reñida con la buena educación. Los políticos también tienen margen para responder con inteligencia -Rufián lo hace con destreza- pero su obligación es dar cuenta de su trabajo. Es cierto que las actitudes pendencieras, vengan de donde vengan, generan tensiones y dificultan el trabajo. Pero los partidos yerran: no han sido elegidos para repartir carnés de buenos y malos periodistas. No tiene sentido pedir protección porque hay quienes actúan como brazos armados de algunos partidos. Como si fuera una novedad. Sería menos cuestionable que empiecen por establecer sistemas de acceso a la sala de prensa, como hacen en otros países.
2. Desde una silla de ruedas
Pequeña lección sobre lenguaje políticamente correcto. Sebas Lorente, abogado y experto en conferencias motivacionales. Está en una silla de ruedas desde los 20 años a causa de un accidente. Autor de 8 días de levantándome de #buenhumor. El tuit de la semana: "Primero me quedé paralítico. Luego mejoré y pasé a minusválido. Con el tiempo ya sólo fui discapacitado. Más adelante persona con movilidad reducida. Después, evolucioné a la diversidad funcional. Ahora tengo capacidades diferentes. No, si aún volveré a andar…".
3. Hombre al volante, peligro constante
En un país como el nuestro, en el que se hizo profesión de los chistes casposos sobre las conductoras, resulta que el 92,5% de los conductores encarcelados por homicidio imprudente con vehículos a motor son hombres. El retrato-robot es un hombre de 35 años de edad media e incapacitado para conducir en el momento del siniestro. En el 65% de los casos estaba bajo los efectos del alcohol. Según un informe de Instituciones Penitenciarias, hay 53 personas encarceladas por tal delito. 49 son hombres y el 89%, españoles. Causaron 63 muertes y 293 heridos, la mayoría en horario nocturno y la mayoría de accidentes se produjo por exceso de velocidad o por invadir el carril contrario. Uno de cada tres fallecidos era un peatón. La UE trabaja ya en la obligatoriedad de instalar en los vehículos un sistema de medición del alcohol en los coches -el alcolock- que impide arrancar el vehículo si se supera la tasa mínima. En España, de entrada, será obligatorio sólo para conductores profesionales.
4. Alemania despide bien
La canciller alemana, Angela Merkel, fue despedida esta semana de su cargo con honores militares, antorchas, institucionalidad y boato. Eligió, como es tradicional, tres canciones: una de la cantante punk Nina Hagen, un himno cristiano y una balada. En su discurso, Merkel revindicó los valores de la democracia, la confianza en la ciencia y deseó éxitos a su adversario de partido, el socialdemócrata Scholz. Y le agradeció su confianza a los ciudadanos. Un bonito ejercicio que debería servirnos de inspiración. Todos los presidentes salen del poder con luces y sombras, pero un acto de este tipo, incluso con más intensidad civil que militar, ayudaría a explicar mejor la representación política, su dimensión humana y su significado.
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