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Análisis

Diego Martínez López

Universidad Pablo de Olavide

El reparto del dinero

Juanma Moreno conversa con Juan Marín, Marta Bosquet, Juan Bravo y Elías Bendodo

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Es una de las cosas más difíciles en economía. Repartir algo tan escaso y deseado como el dinero entre ciudadanos, gobiernos o empresas se antoja una tarea quimérica. Sobre todo cuando la asimetría de las voces afectadas es manifiesta: los que creen salir beneficiados callan y los que se sienten perjudicados ponen el grito en el cielo. Y los excesos que se derivan son bien conocidos: España nos roba, deudas históricas pintorescas y agravios comparativos que se confunden con estribillos eternos (“no más que nadie pero tampoco menos que los demás”). 

En este sentido, hay un par de temas donde la polémica por el reparto de dinero está garantizada: la reforma del sistema de financiación autonómica y la distribución del llamado Fondo Covid-19 y de los europeos del Next Generation. La primera es una de las eternas reformas que necesita el país, junto a la laboral, la de las pensiones, la fiscal, la de la Administración, la de la Universidad, etc. La segunda es reciente pero intensa, máxime cuando se trata de un dinero que no se ha pedido directamente a los ciudadanos sino que procede de Europa o de la emisión de deuda. Observar cómo se han desarrollado ambas polémicas permitirá extraer al final alguna sugerencia.  

La reforma de la financiación autonómica debió abordarse por primera vez en 2014, cuando la ley marcaba la revisión del modelo iniciado en 2009. Sin embargo, nunca se ha visto el momento para acometerla: que si Cataluña, que si no hay Presupuestos, que si no hay Gobierno, que si las elecciones, etc. Y ciertamente no es un tema sencillo pero tampoco irresoluble. 

 Se trata en efecto de repartir dinero. Primero entre niveles de gobierno: cuánto para el Estado y cuánto para las CCAA. Y luego entre éstas. Ambas preguntas admiten una aproximación técnica pero la respuesta debe ser política. Desde el punto de vista técnico podemos ofrecer mediciones del desequilibrio vertical (si lo hay) o de las necesidades de gasto relativas (las absolutas no se pueden medir sin juicios de valor previos). Pero la respuestas finales sobre cuánto dedicar a sanidad o educación (en manos de las CCAA) frente a pensiones (en manos del Estado) o qué parte de los presupuestos autonómicos ha de cubrirse con impuestos de la propia Comunidad o con transferencias del Estado u otras CCAA, deben proporcionarse a nivel político. 

 Así lo entendió afortunadamente el comité de expertos que en 2017 rindió el informe encargado sobre la reforma de la financiación autonómica. Realizó una aproximación técnica en los terrenos que le eran propios y planteó las opciones que se podían adoptar en el terreno político. Y eso a pesar de que la creación del mismo (un experto por cada Comunidad) no auguraba facilidades para un resultado razonable. Luego el Ministerio de Hacienda parecía estar convencido de que las CCAA podrían alcanzar un consenso sobre dichas propuestas, ignorando que se trataba de un juego de suma cero en muchos aspectos. Cada comunidad, obviamente, ponderaba sus intereses y el debate devino en discusiones bizantinas durante meses, por supuesto sin resultados. Y así hasta el día de hoy.        

Por su parte, los fondos asociados a la Covid-19 y su reparto regional no parecen tampoco seguir un rumbo que lleve a un puerto pacífico. Por lo que respecta al Fondo Covid-19, que el gobierno puso en marcha el pasado verano, ya expuse mi opinión en estas mismas páginas (¿Quién necesita 16.000 millones?, 27 de junio de 2020). Partiendo de una necesidad compartida (ayudar financieramente a las CCAA en este trago), estuvo mal gestionado políticamente desde el principio. Los criterios técnicos eran tan razonables como cualesquiera otros, y ahí residía el origen de la polémica. Con diferentes opciones técnicas de reparto, lo idóneo hubiese sido negociarlas con el principal partido de la oposición y con responsabilidades de gobierno en varias CCAA. Así, el Partido Popular se hubiese implicado en la definición de unos criterios que no afectarían por igual a Galicia, Andalucía o Murcia, eligiendo ejemplos intencionados. 

 Con los fondos europeos está ocurriendo otro tanto. La utilización de unos criterios técnicos, tan válidos como otros, pero no consensuados a nivel nacional, vuelve a abrir la caja de los truenos. Y como la oferta crea su propia demanda, los ejecutivos regionales responden con sus propios criterios, que claramente no piensan en el interés general como país. Además, los gobiernos empiezan a compartir una cierta confusión u oscuridad en la información proporcionada; por ejemplo, a día de hoy se desconoce en qué consistirá la famosa cogobernanza en este tema o cuáles son los 151 proyectos enviados a Madrid por la Junta de Andalucía.        

Ambos episodios, el de la reforma de la financiación autonómica y el de la distribución de los fondos Covid-19, ponen de manifiesto al menos dos conclusiones. La primera es que, aunque el reparto de dinero en última instancia es una tarea política, la aproximación inicial y las opciones deben acotarse técnicamente primero. Ello exige contar con expertos de verdad (el concepto ha quedado tan devaluado): currículos públicos, sin depender de la Administración que consulta (no me sirven por tanto altos funcionarios, por alta que sea su competencia técnica), con transparencia ex post de la información manejada y los debates mantenidos, etc.  

 La segunda es que el liderazgo del gobierno central en la distribución de fondos debe manifestarse en una voluntad política clara por involucrar al principal partido de la oposición. Los criterios compartidos son, sin duda, mejores criterios. Por el contrario, abandonar las responsabilidades de liderazgo o, en el extremo opuesto, lanzar un diktat de reparto sin consenso nacional (o peor, acordado solo con algunas partes del territorio), supondrían una nueva victoria del cortoplacismo tan frecuente en estos tiempos.    

   

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