La ventana
Luis Carlos Peris
El nepotismo se convierte en universal
Sueños esféricos
Como canta Diego El Cigala en su discazo de versiones de tangos en directo, en el Villamarín a veces reinó "un silencio conventual". Sólo lo rasgaban por momentos los cánticos de los 600 sevillistas, que volvieron a darse una mayúscula fiesta en la casa del vecino.
El tango brinda sones dulces, acompasados, que embriagan y seducen en la distancia corta. Te envuelven a media luz y cuando quieres zafarte, estás atrapado. Entregado sin remisión. Es lo que le pasó al Betis, que se olvidó las guitarras eléctricas en el vestuario para limitarse a ser once incomodísimos acompañantes en el baile.
Fernando con el acordeón, Joan Jordán con el contrabajo e Ivan Rakitic al piano impusieron su mansa banda sonora en el cuidado prado heliopolitano. El Betis bien sujeto por la cintura, ahora un paso a la derecha, ahora dos a la izquierda, dejándose llevar por donde el Sevilla dictaba.
Sólo les faltaba a los de rojo un cambio de ritmo, un golpe sonoro que terminara de entregar a los de verdiblanco.
Tuvo que ser un argentino, Guido Rodríguez, quien les facilitó a los intérpretes su propósito con su destemplada entrada, esa pierna alargada tan fuera de compás.
Y tuvo que ser otro argentino, Marcos Acuña, quien ejerciera de brillante solista de la noche con su golpe seco. Su precisa percusión bien que hizo sonar las redes de Claudio Bravo.
Otro porteño, Gonzalo Montiel, al que muchos sevillistas miraban con recelo tras dar la nota días atrás ante el Lille, abrochó el concierto con su buen son desde el rincón derecho.
En espera de que en junio hagan vibrar el estadio de La Cartuja los Red Hot Chili Peppers, en el Benito Villamarín viene sonando esta temporada rock del bueno. Ningún equipo de la Liga ha jugado con la electricidad, el desenfreno del Betis de Pellegrini. Pero llegaron los concertinos de Julen con sus dulces tangos y en el Villamarín reinó un silencio conventual.
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