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DERBI Sánchez Martínez, árbitro del Betis-Sevilla

Ahora que, desgraciadamente, Carmen Laffón ha fallecido, y más allá de manifestar mi dolor en común con cuantos compartieron con ella vida y trabajo, querría evocar algo que no puedo disociar de su persona -algo que constituye un ejemplo para mí y para todos los que apreciamos su obra-, esto es, su amor por la pintura. Pienso que la fuerza determinante de esta pasión fue su capacidad para sustanciar su discurso artístico en esa delgada capa que, como la piel, recubre el universo de su pintura y sus dibujos. Apenas unos milímetros -en ocasiones, ni siquiera… tan sólo unas décimas-, eso es todo lo que la pintura se extiende sobre el lienzo o lo que ocupa el carboncillo en el papel, pero, en sus obras, resulta ése un espacio suficiente para hacer vibrar en el paisaje la luz y el aire que soñamos respirar. En algunos de sus trabajos más felices, esas pequeñas marañas de color, apenas más que un rastro de hormigas, dejan traslucir finísimas líneas de un color puro, como hilos que suturan el aire, como si trazaran el vuelo de los pájaros al atardecer. Todo eso está ahí porque ella amó e imaginó ese instante en que la emoción, sentida por ella sola, podría llegar quizás, en otro momento, al espectador. En un eco de Montaigne, cabría decir que Carmen no pintaba el ser, sino el pasar. Ahora, ella queda y pasa ante nosotros en esos pequeños y sutiles detalles.

Hace unos años, en este mismo diario, concluía mi reseña sobre la obra de Carmen recordando una frase de Pessoa en la que el poeta portugués planteaba el siguiente interrogante: "¿De qué sirve el arte que quiere ser vida, sin la vida que quiere ser arte?". Pensaba entonces en ese anhelo insistente y tozudo que, como en el caso de Carmen, define a ciertos artistas que, a lo largo de su vida, persiguen de manera constante ese algo que no se puede alcanzar, acaso porque saben que las cosas que de verdad merecen la pena son aquellas que se escapan cuando creemos haberlas alcanzado. Esa actividad deriva para ellos en una obsesión que los convierte en seres llenos de dudas, pero, en los casos más felices, los hace también firmes en la convicción de que se puede llegar al cabo a un resultado satisfactorio.

Para esa estirpe, vida y arte suelen confundirse, y bien puede ser que, por ello, esos artistas no hayan de desaparecer nunca. Continuarán así vivos, en la medida en que sepamos encontrar con la imaginación el hálito de vida que late en su trabajo. Es por ello que la verdadera obra de arte siempre vive, aun a pesar -un pesar grande- de que su autor ya no esté con nosotros

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