Azul Klein

Charo Ramos

chramos@grupojoly.com

Amables extraños

En un mundo en que los hijos andamos sobrepasados, los gestos anónimos de empatía resultan revolucionarios

E SCUCHAMOS a diario en la radio la publicidad de las alarmas antirrobo y nos acaba pareciendo que siempre le ocurre a otros. Hasta que sucede. Un vecino avisa a tu padre de que, al pasar por su casa de campo, ha visto una ventana forzada y cristales por el suelo. Salís corriendo a ver qué ha pasado y, efectivamente, lo encuentras todo violentado y revuelto. El destrozo es mayor que lo sustraído y confías en que el seguro del hogar cubrirá algunos hurtos evidentes, como el televisor o los aperos del tractor, aunque duele que lleguen al mercado negro las herramientas de apicultor que nuestro padre usa para hacer una miel de romero que regala a sus amigos y con la que cura los resfriados y carrasperas de todos nosotros. En realidad te provoca asombro la chapuza de los ladrones, que han tenido que romper cuatro accesos, dos ventanas y dos puertas, para acabar llevándose los pocos objetos de valor que nuestros mayores dejan en este refugio que durante el confinamiento ha sido su medicina y su alegría. Mientras seguimos mirando la ropa revuelta por los suelos y los colchones rasgados llega la pareja de la Guardia Civil del pueblo vecino porque en el nuestro no hay efectivos disponibles. También la Benemérita sufre recortes, ahora dos personas han de cubrir un área mayor y esto lo saben los ladrones, que disponen de más tiempo para darse a la fuga. Mientras redactan su informe me sorprende la pericia al evaluar la naturaleza del robo, tomar huellas o adivinar si han usado un gato o una escuadra para hacer palanca y romper las rejas. Pero en realidad aprecio el modo en que tratan a mis padres, la sensibilidad con la que están haciendo las preguntas, conscientes de que a estas edades lo importante es seguir vivos y no perder el tiempo con nostalgias paralizantes. Mientras revisan las lindes y la cancela tienen tiempo de comentar con ellos los cultivos del huerto y hasta el esplendor de las higueras.

En un mundo en el que los hijos andamos sobrepasados y la gente suele carecer de empatía, todavía podemos depender de la amabilidad de los extraños, como le ocurría a Blanche Dubois al final de Un tranvía llamado deseo. Esa amabilidad es la que me maravilla de nuevo días después, en las colas de la vacunación en el Estadio de la Cartuja, ante voluntarios que prestan un paraguas para proteger a quienes hacen cola a pleno sol o reparten agua que alivia la espera y vigilan que a los abuelos no les dé un jamacuco. También la admiré en los sevillanos anónimos que hace dos domingos, viendo cómo lloraban los opositores venidos de otras provincias que no encontraban taxi para llegar a tiempo a sus exámenes, se desviaron de sus rutas para acompañarlos. Son esas acciones benéficas las que calan más que mil campañas publicitarias en la imagen de esta ciudad y en el ánimo de quienes nos preceden.

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