ESTA semana se producirá un cambio importante en la política andaluza, cuya naturaleza y alcance sólo el tiempo delimitará con exactitud. En apariencia el cambio es sustancial. Cuando tome posesión de su cargo el próximo sábado, una vez aprobada en el Parlamento andaluz su investidura gracias al voto unido de los diputados de PSOE e IU, Susana Díaz, una sevillana de 38 años dedicada a la política activa desde su adolescencia, se convertirá en la primera mujer que llega a la Presidencia de Andalucía, una de las comunidades autónomas más señeras de España, y la más poblada. Alcanza la máxima jerarquía de la región aupada por su mentor, el presidente saliente, José Antonio Griñán, que se desdijo de su compromiso de concluir su mandato y le organizó unas elecciones primarias dentro del PSOE encaminadas a refrendar su propia voluntad de ser sucedido por Díaz. Griñán ha terminado por reconocer que, junto a las proclamadas razones personales y familiares y el deseo de proceder a un relevo y renovación del socialismo andaluz, su dimisión respondía también al propósito de retirar el escándalo de corrupción de los ERE del primer plano de la agenda política y dar paso a un Gobierno autonómico ajeno por completo al caso y sin componentes marcados por su imputación en el mismo. Susana Díaz, que cuenta con el respaldo del aparato socialista y podrá gobernar desde la Junta contando con un partido unido y el respaldo de sus socios de coalición, alcanza el poder en unas condiciones favorables para liderar un equipo propio y sin ataduras del pasado y propiciar un nuevo impulso a la comunidad autónoma andaluza. Lo necesita Andalucía, que continúa estancada al final de las tablas clasificatorias más relevantes del Estado a pesar de treinta años de autogobierno, y lo necesita la propia Díaz, que llega a la Junta sin haber ganado directamente las elecciones. Los andaluces la juzgarán de verdad por su gestión desde ahora.

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