Calvinistas

Esta semana Sevilla será calvinista. De Ítalo. De Cádiz es uno de sus recientes biógrafos, Antonio Serrano

Calvino nos salvó de Calvino. Hablo por mí, obviamente, que cada uno busca su salvavidas allá donde le peta. Jean contra Ítalo. Teología versus literatura (dejo para otro momento las palabras de Borges sobre las religiones y su conexión con la literatura fantástica). El barón rampante observando desde allá, la rama más alta y más amable de un árbol, la figura del pastor francés y ginebrino persiguiendo a Servet. Las que asistimos a un colegio de ultracatólicas a lo Lefevre, habíamos demonizado a Lutero y a Calvino –en el mismo saco sin mucho matiz, hay que reconocerlo– de manera que, la primera vez que viajamos a Centroeuropa nos pegamos de bruces con su santificación, o lo que sea, en aquellos lares. Como resulta tan chocante como divertido ver, en el museo de Historia de Ámsterdam, al Conde Duque de Olivares convertido en Vlad el Empalador. La imaginación nos lleva a los Cárpatos y a un conde sediento de sangre o a las copas de los árboles donde tratar con caballeros imaginarios, condes demediados y ciudades invisibles. Ese universo es la patria de los lectores, en comandita y de uno en uno. Fernando Iwasaki suele decir que los contemporáneos son los que forman parte de nuestra vida y que, para él, hay quien, nacido y desaparecido en el siglo XV, le resulta más cercano que alguno con quien comparte calendario. Y padrón. Y hasta lengua si hay buenos traductores de por medio. En Sevilla habitan traductores de altísimo nivel que “deslocalizan” y universalizan a Shakespeare o Mary Shelley. Sin Rivero Taravillo o Victoria León, nuestras vidas serían más pequeñas. Sin Almudena Grandes no habríamos amistado con Manolita, el lector de Julio Verne o ese Doctor García que tanto nos gusta como yerno.

Gracias a esa pulsión universal esta semana Sevilla será calvinista. De Ítalo. De Cádiz es precisamente uno de sus recientes biógrafos, Antonio Serrano, que escarba en las raíces del gran escritor italiano –su padre, botánico innovador y viajero, su infancia también una aventura– y en sus tensiones políticas y literarias. A Sevilla vino gracias a la Menéndez Pelayo, nunca suficientemente agradecida, y a la editorial Siruela, por entonces en manos de su creador Jacobo Fitz-James. Coincidió con la trágica muerte de Paquirri y pidió un cambio de hora en su charla para asistir a un entierro que, según sus palabras, desbordaba todos los cánones del realismo mágico. Hoy, las muy diligentes y constantes organizadoras del Congreso sobre Calvino –Ana Bravo debe vivir en wasap desde hace meses– lograrán, con ayuda de instituciones y escritores, hacer que Sevilla sea italiana o “italonera”: hablar de quien luchó contra el fascismo y rompió con el totalitarismo. Ese personaje que, de estar vivo, bailaría por Battiato como un personaje del Sol de futuro de Nanni Moretti. Gracias, calvinistas.

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