¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Repeticiones y repetidores
UNA prestigiosa revista de enología -casi la biblia de los esnobs de medio mundo en materia de vinos- concedió uno de sus premios de este año a la carta de vinos de L'Osteria L'Intrepido, de Milán. Más que de intrepidez habría que hablar de temeridad: la hostería en cuestión no existe y, por tanto, tampoco su galardonada bodega. Me gustaría saber cuántos lilas han visto así frustrado su peregrinaje a la hostería milanesa inexistente para poner los ojos en blanco ante unos caldos que nunca fueron.
Un crítico gastronómico norteamericano, Robin Goldstein, ha sido la mano ejecutora de esta venganza del sentido común que desvela con qué pocos merecimientos se labran a veces los prestigios en la cocina contemporánea. El suyo, el de Golsdtein, tiene fundamento: estudios en Harvard y Yale, autor de más de treinta guías de viajes, monográficos sobre restaurantes, etcétera. Últimamente le ha dado el punto por destruir los mitos y prejuicios que rodean la crítica culinaria y la cata de vinos, y a tan sano propósito se debe la jugarreta que comentamos.
Sucedió tal que así: el crítico presentó a los premios que da la revista de enología -previo pago de una cuota de inscripción para poder participar-, la propuesta de que se premiase la inigualable carta de vinos de la hostería El Intrépido. Se trataba de una "lista reservada" de vinos, decía él. La revista no sólo se tragó el embuste y premió a la hostería fingida, sino que difundió las bondades de la lista reservada... en la que nuestro hombre había incluido los vinos peor valorados por la propia revista durante los últimos veinte años. Para que la farsa fuera completa.
Goldstein se ha convertido en un justiciero que quiere devolver a los consumidores el criterio a la hora de elegir un buen vino, criterio que le ha sido arrebatado por los gurús del vino. Desmitificar algo tan sencillo como el gusto y el paladar, poniéndolos en manos del que paga la convidada y quitándoselos a los que se han erigido en expertos catadores, sólo porque ellos se dicen expertos y el mundo está lleno de incautos que los creen y los obedecen con devoción perruna. La gente llega a pensar que la calidad de un vino está en función de su precio. Hay una especie de efecto placebo, según el cual el vino más caro es el mejor, lo que demuestra hasta qué extremos puede alcanzar el papanatismo, el neorriquismo y la cursilería. También se ha constatado que los mismos expertos puntúan sistemáticamente más en las catas a los vinos que más sangran los bolsillos del consumidor.
Hace falta ya mismo, como el comer, otro desmitificador de eso, del comer. Alguien que combata con firmeza y con pruebas el camelo de la alta cocina y la crítica gastronómica.
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