¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Repeticiones y repetidores
UNO de los terrores de mi conmilitón de columnas Enrique García-Máiquez es la de repetirse. Quizás porque él, católico cabal, debe tener una concepción del tiempo lineal y finalista, donde toda redundancia no puede ser más que un flato, un horror pagano, un absurdo retraso. Yo, católico no tan cabal, me dejo contagiar del paganismo de nuestros ancestros precristianos y me sumo a esa circularidad que con tanta obsesión espiral reprodujeron los hombres de antaño en petroglifos y pintaderas. La repetición, creo, es una de las características de la naturaleza humana. Decir esto en Navidad es una obviedad. Aunque el tiempo fuese lineal o, sencillamente, como defiende la física más avanzada, no existiese, los sapiens, para agarrarnos a este instante de eternidad al que hemos sido arrojados, necesitamos de pequeños ciclos temporales, litúrgicos, escolares o políticos que se repitan constantemente y nos permitan la ficción de que en todo momento estamos ubicados en el espacio-tiempo.
Bajando a asuntos más triviales, los aficionados a leer antologías de artículos o a excavar en las hemerotecas para rescatar columnas de la antigüedad periodística, sabemos que la repetición es algo de lo más común en el escritor de periódicos. Todo columnista lleva dentro un abuelo cebolleta que tiende a reincidir en algunas anécdotas, expresiones, reflexiones... A veces, esta repetición es, sencillamente, un autoplagio. Recuerdo que en cierta ocasión, reuniendo artículos de uno de los periodistas más famosos de las últimas décadas, caí en la cuenta de que aquel mandarín de los medios había publicado el mismo artículo dos veces con diez años de separación. Lo más encomiable es que lo hizo en la misma tribuna, una de las más prestigiosas y literarias de España. El viejo sueño húmedo de todo proletario de la pluma es cobrar más de una vez por el mismo texto. Lo saben bien los vividores de los bolos, esos que viajan por la geografía nacional de cajas de ahorro (antes de que se las cargasen los políticos y los banqueros) y las concejalías de cultura repitiendo la misma conferencia, escrita en folios ya amarillentos por el paso del tiempo y el polvo de los muchos caminos recorridos. Aunque nada mejor que lo que le pasó al divino Azorín ya en sus años de pope amojamado. Alguno de esos charranes que abundan en el mundo de las letras, para gastarle una broma pesada, envió un artículo con su nombre al periódico donde colaboraba, que fue debidamente publicado. El maestro de Monóvar, en vez de montar en cólera, se calló muy cuco y lo cobró contante y sonante. Por cosas como estas –no por otras– se alcanza la condición de maestro del periodismo.
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