Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Borra, borra eso
Las evidencias -categoría que incluye las certezas manifiestas e indudables- suelen serlo de hecho, pero, en ocasiones, asimismo precisan un reconocimiento de derecho. La sevillana ciudad de Carmona cuenta con razones más que a propósito para que pueda considerarse como valioso Patrimonio de la Humanidad. Aunque, cierto es, necesite el refrendo de la Unesco a fin de incorporarse a ese Patrimonio mayúsculo, cuya preservación asegure el legado que las generaciones venideras han de contemplar y disfrutar en el suceder de los siglos, tal como ha venido siendo desde tiempo inmemorial.
Carmona es Patrimonio de la Humanidad porque así resulta para los moradores de estos posmodernos días del tercer milenio y, sobre todo, porque de ese modo lo ha sido en el transcurso ininterrumpido de las civilizaciones, desde que el género humano se hizo algo más sedentario y su incipiente y popular sapiencia ayudó a discernir dónde era recomendable afincar los días y resguardarlos de las inclemencias que habían de sortearse por los arrabales del mundo, sin sentar la cabeza y el cuerpo -no siempre están en armonía la parte y el todo-.
Hace más de cinco milenios, en el airoso promontorio carmonense, cuando los humanos del Calcolítico salían de sus primeras chozas, debieron manifestar parecido arrobo al de cualquier vecino o visitante de la ciudad de hogaño que deje llevar sus pasos por la ronda que conduce al Parador. Lugar en el que Pedro I, rey medieval del siglo XIV, que dio predilección a la ciudad, buscaba quietud a sus sofocos y protección a sus más cercanos. Desde una privilegiada terraza de este hospedaje, la contemplación de la inconmensurable vega de Carmona permite, aunque resulte contradictorio, tomarle medidas al mundo porque los infinitos confines del paisaje no solo revelan las hechuras de la Tierra, sino la bóveda sin pilares de los cielos, sostenida por la prodigiosa ingeniería del cosmos. Donde, como pantalla o telón del discurrir y del atrezo de los días, se turnan los meteoros y relucen los astros, con el entreacto maravilloso de los crepúsculos.
Comentó en una entrevista el escritor José María Requena, eximio carmonense, que, desde su casi inexpugnable y amurallada altura, la ciudad estaba acostumbrada "a ver venir de lejos por la vega las grandes mesnadas, con tiempo de ver, comer y dormir". Pasar por el arco romano de la Puerta de Sevilla, atravesar el intervalo con matacanes medievales y salir por el arco almohade, o al revés, con la Torre del Homenaje hecha del áureo alcor local y el vestigio de los fosos cartagineses, es una ocasión casi única en el orbe para apreciar una herencia milenaria. Y esta cuenta con notorios albaceas -José María Cabeza Méndez, celoso cuidador del Alcázar de Sevilla, figura entre ellos-para que la Unesco declare, de derecho, que el paisaje cultural, patrimonial y cultural de Carmona engrandecerá el excelso catálogo del Patrimonio de la Humanidad.
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