Javier Compás

Cierto olor a lluvia

Vivimos en el mundo de lo aséptico, los olores ofenden, se evitan

30 de septiembre 2022 - 01:46

Entra el otoño y ese cierto olor a lluvia que me asaltaba algunas veces en la ventana por fin aparece. Enfrente, los árboles, la tierra del parque, un aire fresco que anuncia el cambio de estación. Me siento y cierro los ojos para que me refresque la cara.

La calma, el tiempo, ese lujo perdido en el vórtice de lo contemporáneo. Y los aromas. Vivimos en el mundo de lo aséptico, los olores ofenden, se evitan. El olfato es el sentido más potente de nuestra memoria, quizás testigo evidente de nuestro pasado animal. No hay nada que nos evoque un recuerdo como un olor, un aroma, ni siquiera la vista lo iguala. Ese golpe que, a través de nuestras fosas nasales, nos asalta de pronto al entrar en una calle estrecha, en un edificio, en un local comercial, nos traslada inmediatamente a otro tiempo, a un lugar conocido, bueno o malo, que en eso la nariz no distingue, nuestra alma sí.

Ahora evitamos los olores. Instalamos potentes extractores de humo, compramos desodorantes neutros. Los alimentos embutidos en blíster de plástico no huelan a nada, ni saben. Ni siquiera las cocinas y los restaurantes actuales huelen a nada. Recuerdo los bares de mi niñez, el fuerte aroma a café de la mañana y de la tarde, el olor a taberna donde se mezclaba el serrín del suelo, el chato de vino y el frescor suave y espumoso que impregnaba el aire desde el tirador de cerveza.

La higiene, la limpieza absoluta, ese es el mantra. El profesor de Historia Medieval en la Facultad nos decía que no podríamos soportar el olor de una ciudad del medievo, que no sobreviramos ni una semana. Hoy nada huele a nada, pero cada vez, hay más alérgicos a todo.

Montabas en el autobús y podías adivinar que jabón se usaba en cada casa, Heno de Pravia, Tulipán Negro, Lavanda, Lux rosas, La Toja. Hoy la gente o no huele a nada o, peor, huele mal, a sudor y pobreza. Qué mal lo tendría Vittorio Gassman en su papel de ciego, Profumo di donna.

Nos quedan las bodegas. Entrar en un casco de bodega jerezana. Por la nariz te llega al corazón el aroma a vino, albero, tiza, roble viejo, esparto, aire de poniente, con su rescoldo de mar, aire de levante, con su matizado y cálido impulso a la luz dorada del sol que se filtra por los altos ventanales.

Norte. El cremoso aroma de las salas de barricas donde maduran los vinos tintos. La perfecta armonía de frutos rojos, vainillas, tostados finos de roble, lácteos, maderas nuevas. Pasamos la virginal limpidez de los grandes depósitos de acero inoxidable deseando llegar a la penumbra, calma y silenciosa, de las barricas preñadas de líquido aromático, sabroso.

Por el zaguán de la casa de vecinos, suena rítmico el vapor expulsado por la espita de la olla a presión, mi madre está preparando cocido de habas y guisantes, es temporada. Por la ventana de la vecina, aroma a lentejas, el que quiere las come y el que no las deja. La portera ha echado Zotal en los husillos del patio. Busco, sin encontrarlos, los aromas de jazmín y Dama de Noche que me devuelvan mis veranos.

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