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Corman

La revisión de las adaptaciones de Poe implica –también– un regreso a la edad de la inocencia

Por la semblanza que le dedicó Carlos Colón en estas páginas, con motivo de su muerte a edad casi centenaria, supimos que se había ido de este mundo Roger Corman, el gran cineasta estadounidense que convirtió el barro de las producciones de bajo coste en un metal no precioso, pero sí recio y duradero y a la postre inestimable, pues al menos una parte de los muchos films que dirigió o produjo –deliciosos ejercicios que han adquirido con el tiempo la categoría de modestos clásicos– hizo época y sigue manteniendo el doble interés derivado de las historias mismas y de lo que estas, con su atropellada factura y su truculencia de cartón piedra, revelan de la sensibilidad popular de su tiempo. Los cinéfilos y los cronistas especializados han recordado estos días los perfiles de Corman y su influencia en el curso de la industria, también como promotor de jóvenes talentos, el bien ganado estatuto de rey de la serie B –a la manera de los artesanos, supo convertir sus limitaciones en virtudes– o la ambigua condición de autor de culto, pero para los aficionados al terror gótico, revivido por los inolvidables títulos de la Universal o la Hammer, su nombre ha quedado asociado para siempre a la serie de películas que adaptaron –de una manera libérrima, como corresponde a un maestro del pastiche, y a la vez fiel a su mundo– los relatos de Poe en la primera mitad de los sesenta. Muchos espectadores no familiarizados con su obra ni en general con la literatura supieron de ellos gracias a estas adaptaciones basadas en las historias del formidable autor de El cuervo –poema que recreó, hasta donde ello es posible, en clave de estupefaciente comedia– y recuperaron un imaginario decimonónico que forma también parte de la centuria. En sus películas de esos años, ya lo señalaba Carlos, comparten protagonismo principiantes y viejas glorias como Peter Lorre, Basil Rathbone –el actor que mejor ha encarnado en la pantalla a Sherlock Holmes, cuyas películas siguen siendo promesa de felicidad, el mejor remedio contra la melancolía– o Boris Karloff, pero sobre todos ellos destaca, para los devotos incondicionales, el extraordinario Vincent Price, a quien su joven admirador Tim Burton rindió homenaje en un hermoso corto de animación, titulado con el nombre de su ídolo. A la altura del casi primer cuarto de siglo, caemos en la cuenta de que cuando los adolescentes mitómanos de los ochenta las vimos por primera vez, irremediablemente fascinados, habían pasado sólo veinte años desde que fueron rodadas, mucho menos tiempo del que media entre aquellos terrores televisivos y el presente en el que revisitarlos implica –también– un regreso a la edad de la inocencia.

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