Cuchillo sin filo

Francisco Correal

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Cristo vive, Dios ha muerto

Judas Iscariote puso en casa de Lázaro los cimientos del populismo

En el retablo mayor de la Catedral son adyacentes las imágenes de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y de la Última Cena. La apoteosis al lado del anuncio de la traición. Una correlación en consonancia con los tiempos que vivimos. En mi infancia, cuando llegaban estos días la impresión era que realmente Cristo había muerto y se vivía como si se tratara de un pariente. Y lo es. Así lo describe el Padrenuestro. Las cosas han cambiado mucho. Aparte del gozo estético y la demanda espiritual de cada cual, ya no muere Cristo. Está vivo y al no morir es difícil que resucite, lo cual dinamita la función clorofílica del cristiano. Ha desaparecido el duelo, los pésames y las condolencias. El padre nuestro es como si fuera un tío lejano, un cuñado o un yerno. Parentesco simbólico derivado de una cierta asepsia, de una indiferencia disfrazada de santurronería pazguata y conformista. Cristo vive. Quien ha muerto es Dios. No está ni se le espera. La muerte de Dios fue el axioma de la modernidad. No tuvo un verdugo sino varios: Marx, Freud, Nietzsche, Darwin, Feuerbach. En la calidad intelectual de sus verdugos se ha producido un bajón considerable, como si los cadalsos se pudieran conseguir en Ikea o Leroy Merlin. A Dios ya no se le niega, se le ningunea mientras se le hacen zalamerías a su hijo, como si no fueran la misma cosa. Uno y Trino.

No hay costaleros para Dios, no le cantan saetas ni lo despiden con ovaciones cuando se abren o cierran las puertas de los templos. El diablo que se vestía de Prada en una película, en esta sociedad se pone las pieles de la indiferencia. Ya ni los pecados son capitales; a lo sumo, provinciales, domésticos, llevaderos. La fe la hemos convertido en un objeto de bisutería pequeñoburguesa, en una antigualla socialdemócrata. Dios ha muerto, viva Cristo, el que acogió en su seno al Longinos que lo atravesó con la lanza, a Dimas, el buen ladrón que lo acompañó en el Gólgota.

De las palmas a la traición. Cuando María, la hermana de Lázaro, le ungió a Jesús los pies con perfume de nardo y se los enjugó con su cabellera, el evangelista Juan pone en boca de Judas Iscariote esta pregunta: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?”. El Hijo de Simón el Iscariote era del grupo de los zelotes y con esa pregunta estaba inventando el populismo que desmonta Jesús de forma radical: “a los pobres los tenéis siempre con vosotros”.

Uno de los liturgos más rigurosos afirma que la existencia de Dios no se puede demostrar. Hay fe, pero no hay evidencias. Igual que Cristo existe por Judas, extrapolando una de las personas de la Santísima Trinidad, a Dios lo hace verídico, que diría el bueno de Paco Gandía, Satanás. De éste sí sobran las evidencias. La sed de mal, usando el título de la película fronteriza de Orson Welles, nos lleva al hambre de bien, la dieta de las bienaventuranzas. Su Hijo es nuestro Padre. Nadie llama abuelo a Dios, el gran Padre traduciendo el galicismo o el anglicismo. Sólo en una cofradía de Jaén se venera ese parentesco. Nietos míos…Marx, Freud y Nietzsche deberían desautorizar a los nuevos verdugos de guardarropía.

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