Di Versidad

Pura diversidad frente a la amenaza monocorde y triste de quien quiere meter la realidad en un solo cajón

Se me perdone el juego de palabras su poquito escaso de gracia. Pero arranco esta semana con ese cansancio feliz de las fiestas, con la sensación de haberme metido en charcos de todo pelaje. Desde el miércoles al viernes anduvimos jugando al tres en raya entre el flamenco y el iberismo, entre Santa Clara y la Plaza de San Francisco. Las mujeres de Edere –con instituciones varias– han montado un primer encuentro de flamenco que juntó a cabales y disidentes si es que esa categoría existiera. De la misma manera que las fronteras dejan de existir cuando Eva Díaz Pérez y la Real Academia de las Buenas Letras convocan a ibéricos de uno y otro lado de la raya. Alguna vez, porque estoy convencida de que estas iniciativas han nacido para quedarse, podrían hacer un encuentro mixto: un Salvador Sobral cantando alegrías o Maui de Utrera marcándose un fado. No hay cartabón ni regla ni cajón de escritorio que pueda aprisionar al arte, ya sea en las músicas o en las letras. Benditos No Lugares cuando canta Tomás de Perrate y deseas que Jarmusch cuente con él y Tom Waits para la película que está rodando. Greta García escribe en andaluz y baila flamenco con su pinta de sueca sevillana. Fran Matute, que tiene cartografiadas las vanguardias de los años sesenta y setenta, explicó como un descampado fronterizo, entre los Remedios y el Tardón fue el Woodstock más libre donde la guitarra flamenca sonaba a Liverpool. Una canción dedicada a una ciudad– Grándola– sirvió de señal para la revolución de los claveles, de la que se habló conjurando las Buenas Letras en sevillana iberidad. Zé Afonso la cantó por primera vez en la Santiago de Compostela por invitación de un grupo folk, Voces Ceibes, que a tantos nos puso a chapurrear gallego, como hizo Lorca con los cinco poemas que le dedicó a Rosalía de Castro. Porque el arte es capaz de convertir los cuerpos en violines o voces, como hará el Ballet del francés Kelemenis con el Magníficat de Bach en octubre. El viernes supimos de una programación en el Teatro de la Maestranza que hará compartir escenario a la Romería descarada de Rodrigo Cuevas y a la verbena más famosa del mundo, la de la Paloma y de Bretón. Un universo donde Rocío Márquez y Bronquio pisarán el mismo suelo –o cielo– que Turandot, que la Carmen de Bizet y la de Israel Galván, que Strauss y Manuel García. No había terminado la semana y ya estábamos llenando la agenda de mañana, reconfortados con un futuro que escriben –desde la música, las letras o las artes– quienes creen firmemente en el presente. Tengo en las manos La pasajera del Zeppelin, la novela de Fernando J. L Monterrubio que acaba de publicarse y retrata una Sevilla que se desesperó en el año 1935 pero que no perdió la esperanza. Porque somos así. Pura diversidad, en verso y en prosa. Frente a la amenaza monocorde y triste de quien quiere meter la realidad en un solo cajón.

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