Tribuna Económica

Joaquín / Aurioles

Dimisiones

14 de febrero 2013 - 01:00

LA dimisión del Papa ha sido recibida con sorpresa y comprensión. No puede ser de otra forma cuando se esgrimen razones de edad y fatiga. A veces los políticos dimiten porque se sienten incapaces de hacer frente a su responsabilidad. El primer ministro italiano Mario Monti no tuvo ningún reparo en anunciar que presentaría su dimisión una vez aprobados los Presupuestos para 2013, porque gobernar una situación tan complicada como la italiana exige más apoyos parlamentarios de los que iba a tener tras el anuncio de Silvio Berlusconi de retirarle los de su partido. Otra cosa son las dimisiones por corrupción, escándalos económicos o sexuales y por mentir. En Estados Unidos presumen de intransigencia con las mentiras de los responsables públicos y siempre sale a colación el caso de Nixon y el escándalo del Watergate, aunque en otras partes se cuestione esta forma de justicia con doble rasero para enjuiciar las violaciones internacionales cometidas por los norteamericanos. El ejemplo inevitable, en este caso, son las indignantes mentiras de la administración Bush sobre las armas de destrucción masiva que justificaron la invasión de Iraq.

También ha habido dimisiones ejemplares en España, aunque han sido las excepciones. Supongo que la de Adolfo Suárez en 1981, ante la falta de apoyo en el Congreso, incluso dentro de su propio partido, puede ser considerada entre ellas. Suárez tuvo que aceptar, por cierto, la dimisión de dos de sus ministros económicos (Fuentes Quintana y Abril Martorell). Lo habitual, sin embargo, ha sido la resistencia numantina y echar balones fuera, mientras se mira hacia otro lado. La impresión es que la estrategia funciona y que si uno repasa los grandes escándalos recientes, incluidos algunos de los que todavía están sin cerrar, la conclusión es que la mayoría de los responsables imprescindibles de las fechorías terminan escapando por alguna de las tangentes. En cierto modo es lo que cabe esperar de los que tienen la capacidad para fijar las reglas o para convocar pactos, como el propuesto por Artur Mas para acabar con la corrupción política en Cataluña, finalmente suscrito por prominentes figuras del espectro político catalán. Desde esta perspectiva se entiende su argumento de que nadie debe dimitir por el hecho de estar imputado en un caso de corrupción y es de suponer que con el mismo empeño defenderá que nadie sea cesado antes de ser sentenciado. Desde luego son cosas diferentes. La dimisión es voluntaria y personal, pero el cese es una decisión ajena que normalmente tiene en cuenta otras consideraciones, como la influencia de una imagen deteriorada en el desempeño de una labor. Es probable que la mayoría de los españoles entienda que lo imprudente en el caso de Rajoy sería dimitir, cuando apenas se ha cumplido un año de gobierno, aunque también es probable que el daño a su autoridad moral para seguir pidiendo sacrificios a los ciudadanos le obligue a revisar el recorrido de su programa reformista. Mucho más delicada es la situación de la ministra Mato, que va a tener muy difícil a partir de ahora defender su radical política de privatizaciones y recortes presupuestarios en la sanidad pública.

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