Don Juan

Sevilla debiera disponer de un museo del Romanticismo que explique nuestra contribución a la iconografía contemporánea

Como es costumbre ya, la víspera de Todos los Santos, el grave Omnium Sanctorum que se alza junto al mercado de la Feria, la noche se llenó de niños y mayores, de calaveras pueriles y hermosas brujas con el alto copete puritano. Sin ponernos estupendos, todos ellos parecen escapados de las viejas vanitas de Holbein y de Brueguel, en los que la muerte acecha al transeúnte. Pero también, y no en menor medida, de los lienzos de Valdés Leal o de Gutiérrez Solana, donde las calaveras danzan en triunfo sobre la desdicha humana. Quiere decirse, pues, que Hallowen ha llegado para quedarse. Y que lo que ha llegado ya estaba aquí desde hace siglos. Lo cual no implica, en modo alguno, que haya que olvidarse de las tradiciones propias. Y en menor medida, cuando esas tradiciones revisten un carácter universal, como el don Juan Tenorio.

No creo que haya muchas ciudades en el mundo (probablemente, ninguna) que atesoren tres mitos de la modernidad como ocurre con Sevilla. Fígaro, Carmen y Don Juan han prefigurado el imaginario occidental en los dos últimos siglos. En el caso de El Burlador de Sevilla, desde primeros del siglo XVII, cuando Tirso lo echa a rodar por los caminos del mundo. De modo que no se comprende bien el relativo olvido en el que vive la ciudad respecto de su propia y singular mitología (en este caso, romántica). Y ello por una cuestión elemental: en el negocio del saber, en la disposición misma de la cultura, sólo caben dos papeles: o eres mariposa o eres entomólogo. Y nosotros, hasta el momento, nos hemos mostrado algo reacios a la entomología, siendo así que preferimos esta disposición pasiva, de espécimen folklórico, con que nos observan, maravillados, las visitas.

Por esta misma razón, que no excluye, en absoluto, lo crematístico, Sevilla debiera disponer de un museo del Romanticismo que explique, con rigor, nuestra contribución al arte y la iconografía contemporáneas. Es verdad que el Don Juan de Zorrilla no era más que un mozo turbulento, que purga su vanidad en la noche de Todos los Santos, víspera de los Fieles Difuntos. El Don Juan de Tirso, sin embargo (la predestinación de Calvino al fondo), alberga un escondido y aterrador dramatismo. Quien lo fio todo al perdón último, a la confesión postrera, haciendo burla de su fe, dará con sus huesos en el Averno, por astucia del Comendador, el fúnebre convidado de piedra. Tanto en un caso como en otro, Don Juan Tenorio solo hay uno. Y una sola doña Inés, "Doña Inés del alma mía".

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