Elogio del árbol de Judas

Cada cual, año tras año, ajusta sus cuentas en el rosario de las llamadas vísperas de Semana Santa

En Murcia, por los campos de Cieza, han florecido sus melocotoneros con su cromatismo más vivo y genuino. Sus tonos rosáceos van del rosa Barbie al otro rosa punk del añorado chicle Bazoka, gloria de la caries temprana. En Sevilla, en el albor de la primavera, los árboles de Judas (o árboles del amor) suelen estallar prontamente con su rosácea floración. Anuncian el decurso del tiempo, que es como otra floración interior, pero evitaremos ponernos espesos.

Sea como sea hay calendarios de índole privada que uno deshoja a su modo. Avanzado ya marzo, todos los años me topo con los árboles de Judas en mis andadas por el parque de María Luisa. Pero preservo mi reencuentro particular con los ejemplares que tiñen de rosa la calle Río de la Plata, en el Porvenir, desde la calle homónima hasta la iglesia de San Sebastián. Cuenta la leyenda que de este árbol se ahorcó Judas Iscariote, apóstol del reconcomio y las tinieblas. El Domingo de Ramos saldrá La Paz con su habitual donaire. Pero los años nos hacen delirar y ahora nos gusta ver cómo atraviesa el blanco cortejo la florida y rosada calle por entre los árboles del ahorcado. Dicen algunos que una mala traducción trajo consigo la confusión entre árbol de Judas y árbol de Judea, especie muy en boga en aquellos pagos del Evangelio, igual que por Constantinopla, ahora Estambul, donde abundan junto al Bósforo y reciben el nombre de ciclamores.

Cada cual, año tras año, ajusta sus cuentas en el rosario de las llamadas vísperas de Semana Santa. Una encomienda. Un pequeño rito. Una liturgia menor. Me gusta acercarme algún que otro día suelto de cuaresma al cepillo para la caridad de la Soledad de San Lorenzo. “Si no puedes nada: NADA. Si puedes poco: POCO. Si puedes mucho: MUCHO. Nadie más que DIOS, la VIRGEN y TÚ lo podéis saber. De todas formas, que Dios te lo pague y la Santísima Virgen de la Soledad te lo premie”. El tiempo, cera fundida, me ha hecho memorizar esta leyenda del cepillo. A veces la repito a solas en casa o paseando al buen tuntún, como si fuera un extraño retumbo interior. En la Carta a los Corintios Pablo de Tarso dice que aunque repartiéramos todos los bienes, y entregáramos a las llamas nuestro cuerpo, si no tenemos caridad, nada somos. No hay cristiano ni ateo pata negra que pueda ignorar esta gran verdad, que nos muestra, desnudos y en silencio, la nadería que somos, acaso sin mala voluntad.

Así, pues, discurren para servidor las llamadas vísperas. Uno no es muy de pregones cofrades. Pero dan ganas de repetir lo que dijo el pregonero rockero el domingo pasado: “Sí, creo en Dios, ¿qué pasa?”.

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