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Opinión

David Florido del Corral

Antropólogo

Las cosas difíciles son bellas. En reconocimiento a Esperanza Albarrán

Parecía nacida para enseñar, para llevarnos de su frágil mano, una fragilidad corporal disociada de su hercúlea entereza de ánimo 

Esperanza Albarrán Gómez pertenecía al selecto número de los docentes maestros, capaces de concitar la admiración tanto de quienes aprendieron a amar el griego clásico mediante su magisterio cotidiano en el aula, como de quienes la respetaban aunque no tuviesen aprecio por esa lengua. Lo consiguió por cualidades personales de carácter como su talante, su firmeza, al mismo tiempo que su empatía con quien no sabe pero se esfuerza por saber; y también por tomarse su tarea con devoción, como han de asumirse las magistraturas cívicas y religiosas. Con dedicación absoluta y con gratuidad en el afán. Aquí estuvo su primera enseñanza.

En el mundo educativo, tanto en secundaria como en la universidad, hay un perfil cada vez más raro: quien se toma la educación, ese compromiso de acompañar a los estudiantes, con dedicación sin cuento. Enseñar no es para estas personas un trabajo, sino una misión. Ella, a pesar de estar varios años enseñando en la Universidad de Sevilla, finalmente optó por regresar al Instituto San Isidoro porque en la Hispalense no había hecho otra cosa que mantener su vocación pedagógica. A diferencia de su paisano Agustín García Calvo, con quien coincidió y de quien nos hablaba en clase, renunció a cualquier manifestación pública que la desviase de su misión. Parecía nacida para enseñar, para llevarnos de su frágil mano –una fragilidad corporal disociada de su hercúlea entereza de ánimo– por áspero camino hacia una lengua clásica cuyo alfabeto habíamos de aprender con perspectiva arqueológica, descubriendo antecedentes de las letras latinas.

Esperanza Albarrán, en una entrevista al Diario de Sevilla. Esperanza Albarrán, en una entrevista al Diario de Sevilla.

Esperanza Albarrán, en una entrevista al Diario de Sevilla. / Belén Vargas

Aun recuerdo las primeras hojas multicopiadas que desde el primer día de clase nos entregaba para, sobre las propias letras, enigmáticas, ir desvelando los secretos del griego clásico, desde su alfabeto hasta el aoristo, ese modo verbal creado para las acciones momentáneas que no expresan un proceso. O ánthropos mikrós kósmos estí(n) (el ser humano es un pequeño universo), Khalepà tà kalá (las cosas difíciles son bellas, lo bueno es difícil), Métron to áriston (en la medida está la virtud) fueron las primeras oraciones que mi melancólica memoria rescata.

Allí sentados, desnudos, superando la barrera fonética y gráfica para acceder no sólo a una sintaxis sino al fecundo mundo de pensamientos de filósofos, historiadores, poetas y dramaturgos de aquel rincón fulgurante del Mediterráneo y del tiempo. Ahí estaba otra cualidad del valor incalculable del método de Esperanza: te conducía –te educaba–, hacia el qué mediante el cómo. Aún recuerdo la traducción del pasaje célebre del Fedón platónico que narra la muerte de Sócrates tras una mezquina condena política. El episodio le daba pie a delinear las circunstancias históricas de aquel momento de crisis en Atenas (399 a.C.), a glosar su figura como pedagogo público, o hablar sobre la justicia y el cumplimiento de la ley. Conscientemente o no, aquella traducción, enseñaba también la virtud moral de la entereza ante la condena, un valor cívico de tal complejidad que sólo posteriormente comprendes en todos sus significados. Y así traducíamos a Tucídides o a Jenofonte, mediante los cuales avistábamos la confrontación entre el modelo político ciudadano del ágora de la polis clásica y el de la relación monarca-súbditos del palacio-imperio de los reyes medas. Y así nos enseñanza a Safo y su teoría de amor.

Me felicité cuando su labor fue reconocida mediante el libro homenaje de sus colegas del instituto; o cuando recibió la medalla de oro de la ciudad (2017). Hoy no ejecutamos a las mejores pedagogas, nos limitamos a aplicar la cicuta a las humanidades, planificamos la enseñanza renunciando a conocer otros mundos y preferimos reducir la diversidad de la experiencia humana al código numérico. Así lo expresó Esperanza, quien desde su jubilación alertó sobre la deriva utilitaria de un modelo educativo que renuncia a una vocación formativa completa y que empezaba a erosionar la enseñanza pública recién reinventada. Ella denunció el porvenir crematístico (sic) del sistema educativo y social. Así lo dejó dicho, y por ello, en estos días de celebración, brindo por su memoria, pues oínos kai alétheia (en el vino está la verdad).

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