Fuegos artificiales

Son una actividad con nobles antecedentes y hay que tratarlos como se merecen

19 de septiembre 2022 - 01:48

Sobrelas celebraciones finales del quinto centenario de la vuelta al mundo se ha escrito mucho, drones sí o drones no, los espectáculos en el río se veían o no se veían, etc. Me decía el otro día un amigo: si nos convocan en los puentes de Triana y de San Telmo y en las márgenes de calle Betis y en los muelles entre ambos puentes para ver una gran celebración, la expectativa se dispara y también la ilusión por participar en algo único. Esperábamos un gran espectáculo sobre el agua, con mucho movimiento, efectos de sonido envolvente, desfiles acuáticos, luces y maravillas para compartir con hijos, amigos y paisanos, para disfrutar en vivo y en directo y mostrar al mundo una vez más, que Sevilla es la ciudad por excelencia para la fiesta. Al oírlo pensé, para ganar a lo grande hay que apostar a lo grande. Y si no se puede, ojo con las expectativas que se despiertan, porque las frustraciones son del mismo tamaño.

En la resaca de todo esto han surgido comentarios sobre los fuegos artificiales para la Feria. Los fuegos artificiales son una actividad que viene de años y con nobles antecedentes que se hunden en lo más profundo de las celebraciones de medio mundo y hay que tratarlos como se merecen. Cuidado con la precipitación en los comentarios y decisiones. Análisis y estudio, siempre, pero ojo, porque en el rifirrafe de juegos de salón de lo políticamente correcto podemos llevarnos por delante cuestiones que afectan lo más profundo del comportamiento humano: la fiesta. Y si vamos quitando a lo festivo sus componentes de disfrute, como las hojas de un alcaucil, no sabemos cómo reaccionaremos al final, con tanta corrección desprovista de corazón. Hasta la Iglesia católica, institución antigua donde las haya, ha sabido dejar que los carnavales se celebren antes de entrar en cuaresma.

Porque los fuegos artificiales son explosiones controladas, pero explosiones al fin. Y ahí reside su inmenso atractivo. En eso, en la sorpresa y los siempre cambiantes límites de lo surgido de los morteros y de las candelas romanas. Porque son irrepetibles, porque no puede haber ensayos generales, se prende la mecha o se activa el contacto eléctrico y allá va. Es la quintaesencia de lo efímero que tanto nos atrae, sobre lo que los filósofos del siglo XX reflexionaron, con Walter Benjamin a la cabeza, sobre la obra de arte y su capacidad de reproducción técnica, que poco a poco ha ido invadiendo nuestra íntima cotidianeidad, hasta el punto de pensar que hay cosas que no perdurarán si no son reproducibles. La respuesta vital está en lo efímero que, a pesar de existir unos instantes, queda en nuestra memoria para siempre. Un monólogo teatral, un cante flamenco, un vuelo admirable de una bailarina, un riff improvisado de guitarra eléctrica que nos suspende el alma. Explosiones de colores y ruidos, truenos y relámpagos y en la oscuridad de la noche luces hechas por la mano del hombre, espectáculo ancestral y vernáculo que se graba en nuestra mente para siempre.

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