Gentes del Lope de Vega

Quejarse de la escasa programación cultural de la ciudad es una de las muchas imposturas sevillanas

25 de octubre 2018 - 02:32

Al Lope de Vega hay que ir de vez en cuando. Merece la pena, aunque sólo sea por sumergirse en la abigarrada decoración que pintó en sus palcos y techos Martínez del Cid -tío de Juan Lacomba-, por sestear -si la obra es un tostón- en sus cardenalicias butacas rojas o por sentir la amenaza de la espada de Damocles de su enorme y marciana lámpara de araña, resto del naufragio del Teatro Coliseo. En el vestíbulo del Lope nos encontramos con una Sevilla pureta y civilizada, burguesa ma non troppo, carne de cañón de los suplementos culturales. También, a veces, con señoras de la época del TEU que peinan cardados altos e impenetrables para la vista humana, como algodones de azúcar. Tirando de estereotipos, no es el público moderno del Teatro Central, tampoco el figurón del Maestranza. Más bien, es esa Sevilla discreta que, después de la función, se marcha a media voz rumbo al piscolabis. Gente más del otoño que de la primavera.

El domingo fuimos a ver Moby Dick, la versión teatral que Juan Cavestany ha escrito del clásico de Melville. En el escenario, Josep Maria Pou le dio al capitán Ahab una humanidad rotunda y doliente. Nos gustó. También a Alfonso Crespo, uno de los críticos sevillanos más sibaritas y quisquillosos de la cosa escénica y cinematográfica. Todo un alivio, porque uno siempre teme que los connoisseurs no aprueben nuestros entusiasmos de paracaidista advenedizo.

Aunque había un público abundante, el teatro no estaba lleno. Suele ocurrir. En la Sevilla que frecuentamos, siempre hay alguien que pone cara de adicto a la cultura, se lamenta de la escasa programación que hay en la ciudad y la compara con la exuberante cartelera de Madrid o Barcelona. Es una de las muchas formas que adopta la impostura hispalense. Si uno le pregunta al mismo quejica a cuántas obras, exposiciones, conciertos o conferencias ha acudido en el último trimestre, la respuesta puede ser desoladora. Todo aquel que, por trabajo o afición, conozca la agenda cultural sevillana, sabe perfectamente que, sin que esto sea Broadway ni la zona chunga de Berlín, la oferta es más que aceptable para una ciudad de nuestro tamaño demográfico y económico (y eso sin incluir performances, triduos, grafitis y pregones). Quizás, alguna de estas plañideras de las que hablamos se quedó atrapada en la telaraña de la Expo 92 y exige el mismo nivel de fastos que durante la Belle Époque felipista. Ya sabemos lo mucho que nos gusta en esta ciudad vivir de los pasados deslumbrantes y mitificados.

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