Desde el fénix

José Ramón Del Río

Gimnasios

COMO la necesidad hace virtud, por culpa de mi dolorida espalda, desde hace ocho años soy asiduo a un gimnasio. La abundancia de éstos en ciudades y pueblos importantes demuestra que somos muchos los que acudimos a ellos, porque la instalación supone una cuantiosa inversión, de manera que la clientela potencial tiene que ser numerosa. La gente acude a ellos por varios motivos. Más arriba expliqué los míos; mantenerse en forma, rehabilitarse de una lesión o adelgazar son los más comunes. Hoy día serán pocos los que acuden al gimnasio movidos por el proverbio latino de mens sana in corpore sano, porque casi nadie cree que una buena forma física sirve para ahuyentar los fantasmas del cerebro.

Antes de que se me olvide, me gustaría aclarar que el gimnasio (mejor dicho: la gimnasia) no sirve para perder peso. Esta es mi experiencia personal, confirmada por el testimonio visual de los gordos/as (ahora si que procede, lo de "o/a", porque si escribo sólo "gordos", las del sexo femenino no se considerarán incluidas) que no he visto enflaquecer nada en estos ocho años. Dicen, además, que el músculo pesa más que la grasa, con lo que la práctica en el gimnasio le puede dar un disgusto cuando vaya a pesarse. Los habituales que tenemos cumplidos trienios de asistencia ya sabemos que antes del verano, cuando se acercan las ferias o a primeros de año, se producen incorporaciones masivas de practicantes, que, poco a poco, van dejando de acudir, como también ocurre conforme los días de la semana avanzan.

En ellos hay de todo, como en botica: aspirantes a "metrosexuales"; "culturistas", que forman sus músculos con la paciencia y con el arte con que un escultor maneja su gubia en la madera; niñas "pitongitas" que no necesitan para nada el gimnasio, sino para pasearse luciendo sus gracias; caballeros depilados que sólo van en búsqueda de hacer ejercicio y, además, gente corriente, como usted o como yo. Pero todos formamos una comunidad que sólo bebe agua (o acaso, los pudientes, las carísimas bebidas isotónicas) y que no fuma, que se esfuerza y suda, y a la que uno se siente orgulloso en pertenecer. Máxime cuando, al salir, se mira por encima del hombro a los tertulianos del bar vecino, que disfrutan de sus bebidas.

Tampoco falta en el gimnasio la intelectualidad: la prueba la tuve el otro día cuando una agraciada señorita o señora de las asiduas, me preguntó si era yo el que escribía los jueves en los periódicos del Grupo Joly, al haberme reconocido por la foto. Asentí y me dijo: ¡son muy buenos sus artículos! Mucho mejores son, sin duda, los artículos de los otros compañeros que escriben en estas páginas de opinión, pero es difícil que se los hayan alabado en un gimnasio.

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