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Tribuna

Miryam Rodríguez-Izquierdo

Profesora de Derecho Constitucional de la Hispalense

Historia de dos ciudades

En Florencia hay lugares de esos que no se quieren compartir con nadie. Así los llamaría Elvira Lindo si se tratase de Nueva York, solo que en los florentinos la soledad que aflora es de las que acompañan al alma, en lugar de causarle zozobra. No son sitios inusuales, ni siquiera recónditos. Los descubriría cualquiera que se desviara un poco de las rutas oficiales del turismo, probando suerte, e incluso en medio de ellas se hallan, ignorados, esos espacios en los que la ciudad inspira. La dificultad reside en que hay que querer encontrarlos, pues cualquier inquietud por sus esencias llega a rendirse ante la arrolladora campaña de transformación de la capital toscana en un parque temático del Renacimiento. Así es cómo se averigua que la atracción menos publicitada, pero con mayor sabor a aventura, consiste en conseguir cruzar la plaza del Duomo sin salir, en primer plano de perfil o como paseante en panorámica, en una treintena de fotos digitales.

Esa transformación es semejante, en su tozuda eficacia, a la que se afana por consolidar a Sevilla como bien cultural a consumir. Mientras algunos de sus habitantes se regocijan, otros se lamentan por los primeros puestos de Sevilla y Florencia en guías turísticas de moda. Y una contradicción no aparente, la de la cultura como consumo y sustento económico, proyecta su sombra sobre el futuro de estas dos ciudades. ¿Qué ocurriría si la materia prima se agotase? ¿Bastaría con conservar el patrimonio heredado e invertir en abanicos publicitarios para alimentar a los descendientes de la crisis financiera?

Distinguen a Sevilla, como distinguen a Florencia, no solo los monumentos, no solo la evidente belleza, no solo el amable tránsito de sus calles, sino también el aliento que han dado a artistas de todo tipo, algunos nativos, otros afincados, otros simples visitantes. Aquí, un Año Murillo celebra los muchos que el pintor empleó llenando de imágenes las devociones de iglesias y conventos sevillanos, al tiempo que retrataba personajes populares y escenas íntimas de la vida cotidiana en toda su riqueza y sencillez. Nada de ello hubiera surgido de su genio en una ciudad artificial.

El fomento de la cultura como creación, y no tanto como producto de venta, es responsabilidad de los poderes públicos, pues a diferencia de la restauración con vistas muchas veces es deficitaria. Pero también es función de la comunidad local. Si sus integrantes están más preocupados, y ocupados, por exprimir el patrimonio cultural heredado, el futuro de las dos ciudades será muy distinto a su pasado. Se convertirán en decorados hueros. Esos lugares no revelados, en los que oírse desde el silencio, desaparecerán. Con ellos lo harán las musas. Y con ellas, los genios.

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