TRÁFICO Cuatro jóvenes hospitalizados en Sevilla tras un accidente de tráfico

Se paraba de pronto y pedía silencio con la mano: para oler el azahar. Jaime Llorca era capaz de presentir la primavera como esas primeras golondrinas de Bécquer y el balcón. Sin aspavientos. Sobrio. Tuve la enorme fortuna de encontrarme con él y su pandilla (Antonio Donaire, Alfonso Macua, Pedro González entre otros) recién llegada a Sevilla como el mejor de los guías, lejanos los recuerdos de mis padres que habían vivido su juventud aquí, entre la plaza de la Alianza y Mateos Gago. Jaime tenía su casa paterna en la Gavidia, pero había formado familia propia en Triana. Un sevillano puente entre las dos orillas, jugando con la margarita sin tener que deshojarla. Presumía de una cuna humilde y digna y portaba estampa de príncipe, una educación exquisita que ni todos los másteres de protocolo logran enseñar. A Perico Romero de Solís y a Jaime les debo la ceremonia esencial del arte de beber. A partir de las doce del mediodía, un oloroso. Luego amontillados o cerveza, en la comida buen vino, sin prejuicios ni complejos. Y de postre, también. Antes de las enotecas y el frenesí vitivinícola de aquellos que colgaron la pana y abrazaron la arruga de lino, Jaime cataba caldos con la precisión de un cardiólogo. No le importaba el origen sino la llegada. Como con las personas. El mejor anfitrión. Jaime enseñaba Sevilla como el que enseña a andar, una lección que no se olvida nunca. Cofrade de la calle, nadie mejor para habitar la bulla, esa que tan bien definía otro sevillano imprescindible, Juan Teba, que le servía para su artículo semanal, deslenguado y mordaz, en la Hoja del lunes. Antes de que Manuel Grosso publicara Sevilla ciudad de leyenda en Jirones de Azul, Llorca me había paseado por algunos de esos lugares a caballo entre la realidad y el deseo: la piedra llorosa, la cabeza del rey Don Pedro, el magnolio de Cernuda, San Luis de los franceses, la calle Pureza jugando al escondite con la Giralda, la Torre de Don Fadrique, entonces sin rehabilitar y abierta, peligrosamente acogedora. Recuerdo un bar cerca de la pila del Pato donde servían vino dulce con pequeñas galletas y del que su dueño, según Llorca, era un angelote de un cuadro de Murillo que se había escapado del museo y se había hecho mayor tras un mostrador de mármol blanco. Economista meticuloso nunca dejó que los números borraran el rostro de las personas. Andalucista de primera hornada, constructor de la democracia desde el compromiso y la sociedad civil, no le pedía el carnet ni el adeene a los afectos. Celebraba tanto la vida que ahora que se ha ido -falleció el viernes pasado - más que llorarlo habrá que festejarlo. Brindar por esa sabiduría de vivir que hacia coincidir a Narciso y a Prometeo. Como si Belmonte y Joselito se hubieran fusionado en un personaje de Juan Sebastián Bollaín.

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