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Víctor Moreno Catena

Sobre la Justicia penal española

El autor reflexiona sobre las incompatibilidades en las que incurren jueces y fiscales cuando tienen que elegir entre defender a sus ciudadanos y aplicar criterios jerárquicos y personales.

EL funcionamiento de la Justicia penal, que termina con la decisión judicial sobre las conductas delictivas, resulta en nuestro país claramente deficiente. Ésta es una queja recurrente entre los juristas, que denuncian sus graves carencias, sus retrasos y la injusticia del propio sistema.

El sistema de Justicia debe servir a la sociedad, y dar respuesta y solución a sus problemas jurídicos, que son muy distintos de los que existían antes y requieren otras respuestas; no sólo a través de las normas jurídicas que regulan las nuevas situaciones, sino también por una administración de Justicia que se enfrente de manera eficaz a retos y demandas desconocidas hasta ahora. Todo se ha vuelto mucho más complejo y, sin embargo, la justicia no se ha movido, y algunos proyectos de actualización han sucumbido. La inercia del pasado ha podido con los intentos modernizadores.

Mucho más preocupante que la obvia precariedad de los medios al servicio de la Justicia, es decir, al servicio de los ciudadanos, es la inadecuación de sus estructuras que lastran definitivamente el sistema; en especial este problema es clamoroso en la Justicia penal, precisamente la que debe resolver sobre la existencia de delitos e imponer castigos.

La estructura básica del sistema de Justicia española se diseñó por la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985; a partir de entonces se han modificado las disposiciones sobre el funcionamiento de los tribunales: la Justicia contencioso-administrativa se reformó de manera radical en 1998; la Justicia civil se rige por una ley enteramente nueva desde 2000, y la jurisdicción social se rige por una ley de 2011; en definitiva, tanto la estructura como el funcionamiento de nuestra justicia ha sufrido una reforma después de la Constitución de 1978 para adecuarla a lo que se espera de ella a partir de un correcto entendimiento de la norma constitucional.

Sin embargo, la Justicia penal vive en el pasado; la Ley de Enjuiciamiento Criminal es de 1882; las figuras públicas que intervienen en el procedimiento, especialmente durante la investigación de los delitos asumen papeles desfasados, antiguos, y, lo que es peor, poco respetuosos de los derechos de los ciudadanos.

El fiscal está llamado a interesarse en la investigación para ejercer luego el papel de acusador, pero al propio tiempo debe promover la acción de la Justicia en defensa de los derechos de los ciudadanos, aunque se rige por el principio de jerarquía, y recibe órdenes de sus superiores; por lo tanto, ejerce funciones que son incompatibles, y eso no se puede entender.

También en la instrucción interviene activamente la policía, que va adquiriendo un protagonismo cada vez mayor en el caso de delitos complejos, pero con un sesgo nítidamente acusatorio, que encuentra amparo en los fiscales y en los jueces aunque no siempre responde su actuación al mejor esclarecimiento de los hechos ni a la mayor garantía para los investigados: realiza detenciones cuando lo considera oportuno, en ocasiones de manera innecesaria y contraviniendo el mandato de la ley de practicar la detención del modo que menos perjudique al ciudadano; aunque esa actuación puede ser corregida con el habeas corpus.

Por encima de ellos reina el juez de instrucción (el hombre más poderoso de Francia en palabras de Napoleón, que creó la figura), que debe ser investigador y acusador, reúne en su persona dos funciones incompatibles, porque formula una imputación y al propio tiempo tiene que defender los derechos del investigado, resultando así inhábil para este cometido.

En cuanto juez es independiente, de modo que en su función investigadora no puede recibir instrucciones de nadie, y eso convierte al Juzgado de Instrucción en un reino de taifa, que se guía por los designios, acertados o erróneos, de su titular; con el problema añadido de que sus decisiones no se pueden corregir de modo inmediato, porque cuando el recurso de apelación lo resuelve la Audiencia seguramente se ha dañado irremisiblemente el derecho del ciudadano.

Esa libertad de criterio, dentro de la ley, no viene siempre modulada por el papel inspectordel fiscal, cumpliendo el papel que le atribuye la vieja ley procesal penal, por lo que asistimos a instrucciones dispares para hechos similares, a medidas desiguales en situaciones idénticas o a vuelcos espectaculares de la instrucción cuando hay un cambio de juez.

Y un problema añadido: la percepción sobre la independencia judicial, que pone en jaque desde otra óptica, sin duda más peligrosa, el papel de la judicatura. De acuerdo con los datos del cuadro de indicadores de la Justicia en la Unión Europea en 2015, España es el cuarto país en donde peor percepción ciudadana existe, solo por delante de Croacia, Bulgaria y Eslovaquia, empeorando su situación respecto de años anteriores, y en el ranking internacional ocupa el puesto 97 de 144 países. Hace escasamente un mes, la Comisaria Europea de Justicia, Consumidores e Igualdad de Género, al presentar los datos de este año, manifestaba que "la percepción de la independencia judicial en España sigue siendo un desafío para España".

Si no contamos con jueces independientes todo el sistema judicial está en riesgo porque le faltaría su pilar fundamental; y si además los jueces no se dedican solamente a hacer aquello que solo pueden hacer ellos, estaremos socavando irremisiblemente las bases del estado de derecho y de la democracia. Cuidado.

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