Fede / Durán

Lluvia de barro

coge el dinero y corre

12 de octubre 2012 - 01:00

ANDALUCÍA partía de muy abajo ya antes del franquismo. La justicia redistributiva tímidamente pretendida por la II República hizo brotar intensas antipatías: el señorito latifundista se unía al clero, al industrial vasco, al carlista y al alfonsino en la lucha contra la transformación pretendida por la izquierda y el centro, que en el caso del campo no era revolucionaria sino simplemente moderada. Nada mejoró bajo el caprichoso paraguas del caudillo, pero después llegó la democracia, tras ella la CEE y finalmente los fondos europeos y la oportunidad del desarrollo.

La región ha recibido ingentes cantidades de dinero en paralelo al creciente bienestar de España. Aunque la tierra siga siendo un problema, aunque pocos posean mucho, Andalucía tenía inmensas posibilidades de desarrollo, y supo aprovechar algunas. Cuenta con mejores infraestructuras que cualquiera de sus competidores del sur continental, es un imán turístico gracias al clima, dispone de una agroindustria progresivamente organizada, marca récords de excelencia en el conglomerado paneuropeo EADS, sus grandes capitales disponen de equipamientos de primer nivel (teatros, polideportivos, auditorios, museos), etcétera.

Ese maná, en conjunto, no ha permitido sin embargo la modernización que el socialismo usó como abrigo y lema. Se prefirió el ladrillo a la innovación y también al paisaje. El litoral andaluz ha perdido gran parte de su magia, acorralado por urbanizaciones y complejos hoteleros, pecios de proyectos congelados (El Algarrobico) y nuevas amenazas (Tarifa) que confirman la insultante falta de imaginación de nuestros presuntos hombres de negocios. En 2006, la comunidad dejó la tasa de paro en un orgulloso 8,30%, pero su promedio histórico está muy por encima del nacional y el europeo, sin que valga como atenuante la socorrida excusa de la economía en negro, presente en otros muchos países (en EEUU supera el 8% del PIB, en Francia el 12%, en Italia el 16%). La industrialización nunca ha llegado.

La Junta, con su imponente telaraña tutorial, ha castrado la iniciativa privada, intoxicándola además con la competencia de sus empresas, agencias y fundaciones, a menudo infrautilizadas y sobredimensionadas (el de Extenda es el último ejemplo de injerencia pública en el mercado). La universidad no se ha deshecho del pegamento de la Transición: todavía piensa más en sí misma (en el profesorado, en sus carreras y mausoleos de jubilación encubierta) que en la formación de emprendedores, pensadores, investigadores y, por qué no, genios de las artes y las ciencias. Quizás por todo ello, Andalucía carece de una sociedad civil en condiciones, con voz propia y de potente onda expansiva. El empresariado tampoco despega: es una suma de talentos aislados más que un tejido interconectado, y esa masa muscular es insuficiente para garantizar el empleo que la Administración ya no ofrecerá en una buena temporada. Ha faltado, por último, una voluntad política contra la ignorancia y por la educación, tal vez porque nunca ha fluido ésta sino aquella en la sangre de quien legisla y ejecuta.

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