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Las propuestas de Carmen Calvo de controlar la prensa y de limitar la libertad de expresión, lanzadas además ante notorios periodistas, deberían ponernos en alerta frente al concepto mismo de democracia que la vicepresidenta parece sostener. Es cierto que en su intervención analizó problemas reales: la proliferación de noticias falsas y el imperio de lo que se ha dado en llamar la postverdad, por ejemplo, implican un lamentable obstáculo para la formación cabal de la opinión pública; de igual modo, la pérdida de credibilidad de los medios de comunicación entre los ciudadanos, derivada quizá de su descarada parcialidad, nos deja huérfanos, o casi, de voces objetivas, de fuentes limpias en las que aclarar nuestro criterio. Pero, siendo su diagnóstico certero, lo que ya no resulta de recibo es el tratamiento que receta. Calvo, constitucionalista ella, curiosamente olvida que nos hemos dotado de los mecanismos legales suficientes como para protegernos de los abusos que surjan en este ámbito. Ignora, y su ignorancia es culpable, que la libertad de información está en el propio núcleo de cualquier sistema que merezca el calificativo de democrático. Sus ideas de "regulación" y de "intervención", que afirma se están estudiando también en otros países, huelen peligrosamente a censura, a tentación autoritaria de un gobierno que cada vez siente menos realizable su anhelo de ejercer un férreo control mediático.

Es mercancía averiada el tratar de convencernos –por supuesto por nuestro bien– de que lo óptimo es estabular y disciplinar cuanto expresemos. Esa libertad, inderogable, está en la base de una sociedad plural, enriquece la convivencia y garantiza una permanente crítica al poder. El derecho a recibir una información libre y veraz únicamente debe tutelarse a posteriori, para lo que, por otra parte, nuestro Código Penal cuenta con el necesario arsenal de tipos delictivos (calumnias, injurias, delitos de odio, de incitación a la violencia, etc.)

No sé si tales reflexiones, inmediatamente matizadas por su partido, son sólo un intento de medir la firmeza de nuestras convicciones, de testar hasta dónde llegaría hoy nuestra capacidad de aguante. Pero sí, en el caso de constituir un auténtico programa de futuro, que colocarían en gravísimo riesgo la supervivencia de nuestra democracia. Algo que a la inflexible Calvo, celosa guardiana de ortodoxias impermeables, acaso no acabe de preocuparle demasiado.

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