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César romero

Escritor

Media vida

La ahora llamada facultad de Comunicación de Sevilla cumple este año treinta y tres

Un chino armado con dos bolsas de la compra se plantó, en los albores de aquel verano, frente a la columna de tanques con que los enemigos del comercio, que, como mostró Escohotado, lo son siempre de la libertad, ahogaron las revueltas de Tienanmen. Alfonso Guerra, que no había devenido aún en erudito conferenciante y obraba de fontanero mayor del partido en el poder, soltaba vulgaridades en los mítines y los asistentes se tronchaban más que con las muecas de Lina Morgan. A Cela, que también soltaba vulgaridades en la televisión única, le darían el Nobel poco antes de las elecciones generales. Unas semanas después alguien cruzó el muro de Berlín sin ser abatido y en las horas siguientes comenzó a desmoronarse el acero del telón caído hacía casi medio siglo en mitad de Europa. A quienes estrenamos la facultad de Ciencias de la Información, a finales de aquel año, parecía que la Historia (con mayúscula, como se cree, a los dieciocho, que se escribe todo, como en verdad se estaba escribiendo entonces) nos estaba alcanzando antes de iniciar las clases, que ningún Palmer ni Touchard ni cualquier otro manual de referencia podría explicarnos a qué estábamos asistiendo. Ni lo haría aquel ensayista gringo de moda, con nombre como de volcán del Japón, que proclamó el fin de la Historia. Ni tampoco los profesores, que tan maduros parecían y eran casi casi todos más jóvenes de lo que vamos siendo sus alumnos. Ana, la dulce Ana de ojos claros que escribía poemas, no había corrido aún contra un tren en marcha. La ruda Paqui, que regentaba la Parrapa cuya sombra nos cobijaba, cuidaba de que las guapas estudiantes flacas picaran algo y los maestros conquistadores no las engatusaran demasiado y el resto no trasegara más cervezas luego de las bebidas en barriladas celebradas en el patio de la facultad, presidido por una réplica del Martínez Montañés de la plaza del Salvador. Y el primer decano, del que todos, hasta él, desconocíamos entonces su parentesco con Umbral, cuyas columnas devorábamos con la avidez de quienes, ilusos, nos creíamos llamados a ser los siguientes mejores columnistas del país, y aun del mundo (ambos también con mayúscula), despedía el año proyectándonos el A fondo dedicado a Carlos Barral, que hizo mutis en vísperas de navidades.

Pese a lo recurrente y desgastado de los números redondos, nada termina con estos aniversarios. Por eso quizá sea vano rememorar que la ahora llamada facultad de Comunicación de Sevilla cumpla este año treinta y tres. Un número más. O no. Bien mirado, tal vez sea uno de los más redondos que existe. La edad de Cristo. La de Alejandro Magno. Media vida, según cantaba Julio Iglesias en las vidas de nuestros padres, no en las nuestras. Aunque puede que vaya haciéndolo ya en ellas. Es lo que pasa con el tiempo, cuando pasa. Como dijo Bergson, deja de ser la unidad de medida de la vida, que se convierte en la única medida de sí misma.

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