Negras tormentas

Pese a los vaticinios de los comentaristas más impresionables, el "imperio burgués" puede dormir tranquilo

30 de mayo 2017 - 02:32

El psicodrama de las elecciones primarias en el partido socialdemócrata ha dejado no pocos momentos chuscos que deberían llevar a la reflexión, hasta donde ello es posible, a quienes apuestan por la sobreexposición de los políticos -tanto menos aconsejable cuando se trata de líderes tan limitados- para movilizar a los militantes o los electores, pero quizá por su intención pretendidamente simbólica merezca la pena destacar la pintoresca escena en la que el candidato ganador y sus eufóricos afines entonaron, en la noche de la victoria, el canto de la Internacional. Conforme a los parámetros clásicos del humor, la comicidad surgía del contraste entre la épica sed de justicia que transmiten las venerables estrofas del himno y el aspecto inequívocamente mesocrático del coro, cuya convicción no superaba la de una desganada función de Instituto. Verdaderamente, no parecía que los radiantes pretorianos de blando puño en alto representaran a la "famélica legión" -que de hecho sigue existiendo, de ahí el carácter obsceno, además de ridículo, de su reafirmación proletaria- en nombre de la cual se permiten hablar muchos solidarios acomodaticios que posan de comprometidos. En otras palabras y por lo que a los alegres cantores respecta, pese a los sombríos vaticinios de los comentaristas más impresionables, el "imperio burgués" puede dormir tranquilo.

Fue una sensación parecida, entre el malestar y la vergüenza ajena, a la que experimentamos cuando vemos, en algún tráiler traicionero, las acartonadas escenas de buena parte del cine español dedicado a la Guerra Civil, donde con sus impecables monos de guardarropía los milicianos -a los que sólo les falta decir compañeros y compañeras- parecen lo que son, figurantes, felizmente incapaces de disparar un tiro. Los himnos, en general, son un género problemático que o se interpreta con emoción no impostada -así ocurre con los nacionales en sociedades de fuerte tradición patriótica, como la estadounidense o la francesa, o irremediablemente adictas a la solemnidad, como la británica- o producen una impresión más bien penosa. Puede uno, por lealtad sentimental, cantarlos en la ducha -personalmente preferimos el "Negras tormentas agitan los aires, / nubes oscuras nos impiden ver..."- pero su historia merece, por así decirlo, un respeto. En el caso que nos ocupa, la indecente mascarada no dejaba de mostrar la distancia que separa a los que se disfrazan de revolucionarios -los hubo incluso en el Madrid sitiado- de los que se dejan, pero de verdad, la piel en el frente.

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